lunes, 2 de febrero de 2009

Congreso Mundial de Movimientos Eclesiales 1998 - Homilía de Juan Pablo II



HOMILÍA DE SU SANTIDAD JUAN PABLO II
Domingo de Pentecostés
31 de mayo de 1998



1. Credo in Spiritum Sanctum, Dominum et vivificantem: Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida.

Con estas palabras del Símbolo nicenoconstantinopolitano, la Iglesia proclama su fe en el Paráclito; fe que nace de la experiencia apostólica de Pentecostés. El pasaje de los Hechos de los Apóstoles, que la liturgia de hoy ha propuesto a nuestra meditación, recuerda efectivamente las maravillas realizadas el día de Pentecostés, cuando los Apóstoles constataron con gran asombro el cumplimiento de las palabras de Jesús. Él, como refiere la perícopa del evangelio de san Juan que acabamos de proclamar, había asegurado en la víspera de su pasión: «Yo le pediré al Padre que os dé otro Consolador, que esté siempre con vosotros» (Jn 14, 16). Este «Consolador, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho» (Jn 14, 26).

Y el Espíritu Santo, descendiendo sobre ellos con fuerza extraordinaria, los hizo capaces de anunciar a todo el mundo la enseñanza de Cristo Jesús. Era tan grande su valentía, tan segura su decisión, que estaban dispuestos a todo, incluso a dar su vida. El don del Espíritu había puesto en movimiento sus energías más profundas, dirigiéndolas al servicio de la misión que les había confiado el Redentor. Y será el Consolador, el Parákletos, quien los guiará en el anuncio del Evangelio a todos los hombres. El Espíritu les enseñará toda la verdad, tomándola de la riqueza de la palabra de Cristo, para que ellos, a su vez, la comuniquen a los hombres en Jerusalén y en el resto del mundo.

2. ¡Cómo no dar gracias a Dios por los prodigios que el Espíritu no ha dejado de realizar en estos dos milenios de vida cristiana! En efecto, el acontecimiento de gracia de Pentecostés ha seguido produciendo sus maravillosos frutos, suscitando por doquier celo apostó- lico, deseo de contemplación, y compromiso de amar y servir con absoluta entrega a Dios y a los hermanos. También hoy el Espíritu impulsa en la Iglesia pequeños y grandes gestos de perdón y profecía, y da vida a carismas y dones siempre nuevos, que atestiguan su incesante acción en el corazón de los hombres.

Prueba elocuente de ello es esta solemne liturgia, en la que están presentes numerosísimos miembros de los movimientos y las nuevas comunidades, que durante estos días han celebrado en Roma su congreso mundial. Ayer, en esta misma plaza de San Pedro, vivimos un inolvidable encuentro de fiesta, con cantos, oraciones y testimonios. Experimentamos el clima de Pentecostés, que hizo casi visible la fecundidad inagotable del Espíritu en la Iglesia. Los movimientos y las nuevas comunidades, que son expresiones providenciales de la nueva primavera suscitada por el Espíritu con el concilio Vaticano II, constituyen un anuncio de la fuerza del amor de Dios que, superando todo tipo de divisiones y barreras, renueva la faz de la tierra, para construir en ella la civilización del amor.

3. San Pablo, en el pasaje de la carta a los Romanos que acabamos de proclamar, escribe: «Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rm 8, 14).

Estas palabras brindan ulteriores sugerencias para comprender la acción admirable del Espíritu en nuestra vida de creyentes. Nos abren el camino para llegar al corazón del hombre: el Espíritu Santo, a quien la Iglesia invoca para que dé «luz a los sentidos», visita al hombre en su interior y toca directamente la profundidad de su ser.

El Apóstol continúa: «Vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros (...). Los que se dejan llevar por el Espíritu de Dios, ésos son hijos de Dios» (Rm 8, 9. 14). Además, al contemplar la acción misteriosa del Paráclito, añade con entusiasmo: «Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud (...), sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: .¡Abba!. (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 15-16). Nos encontramos en el centro del misterio. En el encuentro entre el Espíritu Santo y el espíritu del hombre se halla el corazón mismo de la experiencia que vivieron los Apóstoles en Pentecostés. Esa experiencia extraordinaria está presente en la Iglesia, nacida de ese acontecimiento, y la acompaña a lo largo de los siglos.

Bajo la acción del Espíritu Santo, el hombre descubre hasta el fondo que su naturaleza espiritual no está velada por la corporeidad, sino que, por el contrario, es el espíritu el que da sentido verdadero al cuerpo. En efecto, viviendo según el Espíritu, él manifiesta plenamente el don de su adopción como hijo de Dios.

En este contexto se inserta bien la cuestión fundamental de la relación entre la vida y la muerte, a la que alude san Pablo cuando dice: «Si vivís según la carne, vais a la muerte; pero si con el Espíritu dais muerte a las obras del cuerpo, viviréis» (Rm 8, 13). Y es precisamente así: la docilidad al Espíritu ofrece al hombre continuas ocasiones de vida.

4. Amadísimos hermanos y hermanas, es para mí motivo de gran alegría saludaros a todos vosotros, que habéis querido uniros a mí en la acción de gracias al Señor por el don del Espíritu. Esta fiesta totalmente misionera extiende nuestra mirada hacia el mundo entero, con un recuerdo particular para los numerosos misioneros sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos, que gastan su vida, a menudo en condiciones de enorme dificultad, para difundir la verdad evangélica.

Saludo a todos los presentes: a los señores cardenales, a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio, a los numerosos miembros de los diferentes institutos de vida consagrada y sociedades de vida apostólica, a los jóvenes, a los enfermos, y especialmente a cuantos han venido desde muy lejos para esta solemne celebración.

Un recuerdo particular para los movimientos y las nuevas comunidades, que ayer tuvieron su encuentro y que hoy veo aquí presentes en gran número; no en número tan grande como ayer, pero también grande. Dirijo un saludo muy especial a los muchachos y a los jóvenes que están a punto de recibir los sacramentos de la confirmación y de la Eucaristía.

Queridos hermanos, ¡qué admirables perspectivas presentan las palabras del Apóstol a cada uno de vosotros! A través de los gestos y las palabras del sacramento de la confirmación, se os dará el Espíritu Santo, que perfeccionará vuestra conformidad a Cristo, ya iniciada en el bautismo, para haceros adultos en la fe y testigos auténticos e intrépidos del Resucitado. Con la confirmación, el Paráclito abre ante vosotros un camino de incesante redescubrimiento de la gracia de la adopción como hijos de Dios, que os transformará en alegres buscadores de la Verdad.

La Eucaristía, alimento de vida inmortal, que gustaréis por primera vez dentro de poco, os dispondrá a amar y servir a vuestros hermanos, y os hará capaces de ofrecer ocasiones de vida y esperanza, libres del dominio de la «carne » y del miedo. Si os dejáis guiar por Jesús, podréis experimentar concretamente en vuestra vida la maravillosa acción de su Espíritu, del que habla el apóstol Pablo en el capítulo octavo de la carta a los Romanos. Convendría leer hoy con mayor atención ese texto, cuyo contenido resulta particularmente actual en este año dedicado al Espíritu Santo, para rendir homenaje a la acción que el Espíritu de Cristo realiza en cada uno de nosotros.

5. Veni, Sancte Spiritus! También la magnífica secuencia, que contiene una rica teología del Espíritu Santo, merecería ser meditada, estrofa tras estrofa. Aquí nos detendremos sólo en la primera palabra: Veni, ¡ven! Nos recuerda la espera de los Apóstoles, después de la Ascensión de Cristo al cielo.

En los Hechos de los Apóstoles, san Lucas nos los presenta reunidos en el cenáculo, en oración, con la Madre de Jesús (cf. Hch 1, 14). ¿Qué palabra podía expresar mejor su oración que ésta: «Veni, Sancte Spiritus»? Es decir, la invocación de aquel que al comienzo del mundo aleteaba por encima de las aguas (cf. Gn 1, 2), y que Jesús les había prometido como Paráclito.

El corazón de María y de los Apóstoles espera su venida en esos momentos, mientras se alternan la fe ardiente y el reconocimiento de la insuficiencia humana. La piedad de la Iglesia ha interpretado y trasmitido este sentimiento en el canto del «Veni, Sancte Spiritus». Los Apóstoles saben que la obra que les confía Cristo es ardua, pero decisiva para la historia de la salvación de la humanidad. ¿Serán capaces de realizarla? El Señor tranquiliza su corazón. En cada paso de la misión que los llevará a anunciar y testimoniar el Evangelio hasta los lugares más alejados de la tierra, podrán contar con el Espíritu prometido por Cristo. Los Apóstoles, recordando la promesa de Cristo, durante los días que van de la Ascensión a Pentecostés concentrarán todos sus pensamientos y sentimientos en ese veni, ¡ven!

6. Veni, Sancte Spiritus! Al empezar así su invocación al Espíritu Santo, la Iglesia hace suyo el contenido de la oración de los Apóstoles reunidos con María en el cenáculo; más aún, la prolonga en la historia y la actualiza siempre.

Veni, Sancte Spiritus! Así continúa repitiendo en cada rincón de la tierra con el mismo ardor, firmemente consciente de que debe permanecer idealmente en el cenáculo, en perenne espera del Espíritu. Al mismo tiempo, sabe que debe salir del cenáculo a los caminos del mundo, con la tarea siempre nueva de dar testimonio del misterio del Espíritu.

Veni, Sancte Spiritus! Oremos así con María, santuario del Espíritu Santo, morada preciosísima de Cristo entre nosotros, para que nos ayude a ser templos vivos del Espíritu y testigos incansables del Evangelio.

Veni, Sancte Spiritus! Veni, Sancte Spiritus! Veni, Sancte Spiritus! ¡Alabado sea Jesucristo!


Juan Pablo II

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