viernes, 30 de enero de 2009

Instrucciones muy precisas a los católicos en política - Benedicto XVI


Instrucciones muy precisas a los católicos en política
Benedicto XVI


El Papa fija tres principios innegociables: defensa de la vida, reconocimiento de la familia y libertad de educación



Benedicto XVI, ante unos quinientos parlamentarios del Partido Popular Europeo, aclaró que «estos principios no son verdades de fe, están inscritos en la naturaleza humana, y por lo tanto son comunes a toda la humanidad... La acción de la Iglesia en su promoción no es por lo tanto de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, independientemente de su afiliación religiosa».

Hay tres principios que son innegociables para la Iglesia y los cristianos en la vida pública, explicó este jueves Benedicto XVI: la defensa de la vida, el reconocimiento de la familia, y la libertad de educación. El Papa los expuso a unos quinientos parlamentarios del Partido Popular Europeo, que han celebrado en Roma su congreso continental. En su discurso, con el que respondió a las palabras de saludo del presidente del grupo parlamentario, Hans-Gert Poettering, el Santo Padre comenzó reivindicando el derecho de los representantes religiosos a expresar sus principios en una sociedad democrática: "Cuando las Iglesias o las comunidades eclesiales intervienen en el debate público, expresando reservas o recordando principios, no están manifestando formas de intolerancia o interferencia, pues estas intervenciones buscan únicamente iluminar las conciencias, para que las personas puedan actuar libremente y con responsabilidad, según las auténticas exigencias de la justicia, aunque esto pueda entrar en conflicto con situaciones de poder y de interés personal".

Pasando después a analizar en particular las intervenciones públicas de la Iglesia católica, su máximo guía y pastor aclaró que su interés «se centra en la protección y la promoción de la dignidad de la persona y por ello presta particular atención a los principios que no son negociables».

Con la claridad de un profesor, enunció estos principios de este modo:
-«Protección de la vida en todas sus fases, desde el primer momento de su concepción hasta su muerte natural»;
-«Reconocimiento y promoción de la estructura natural de la familia, como una unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio, y su defensa ante los intentos de hacer que sea jurídicamente equivalente a formas radicalmente diferentes de unión que en realidad la dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel social insustituible»;
-«La protección del derecho de los padres a educar a sus hijos».

Benedicto XVI siguió aclarando que «estos principios no son verdades de fe», pues «aunque queden iluminados y confirmados por fe; están inscritos en la naturaleza humana, y por lo tanto son comunes a toda la humanidad... La acción de la Iglesia en su promoción no es por lo tanto de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, independientemente de su afiliación religiosa».

Esta labor de defensa de estos aspectos fundamentales de la dignidad humana, concluyó, es ineludible que sea realizada por la Iglesia. De hecho, «es aún más necesaria en la medida en que estos principios son negados o malentendidos, pues de este modo se comete una ofensa a la verdad de la persona humana, una grave herida provocada a la justicia misma».

LAS RAICES CRISTIANAS DE EUROPA

El Papa habló de una cierta «intransigencia laicista» que se está extendiendo en Occidente y "que es enemiga de la tolerancia y de una sana concepción laica del estado y de la sociedad" y constató que en el viejo continente se ha difundido una cultura «que relega a la esfera privada y subjetiva la manifestación de las propias convicciones religiosas». «Las políticas cimentadas en este fundamento no sólo implican el repudio del papel público del cristianismo, sino que más en general excluyen el compromiso con la tradición religiosa de Europa, sumamente clara a pesar de sus variaciones confesionales, convirtiéndose en una amenaza para la misma democracia, cuya fuerza depende de los valores que promueve».Según el obispo de Roma, la tradición cristiana «en su así llamada unidad polifónica, transmite valores que son fundamentales para el bien de la sociedad» de manera que «la Unión Europea sólo podrá verse enriquecida en su compromiso con ella». «Sería un signo de inmadurez, o incluso de debilidad, oponerse a ella o ignorarla, en vez de dialogar con ella», reconoció.

Esta tradición, aseguró, «ofrece valiosas orientaciones éticas para la búsqueda de un modelo social que responda adecuadamente a las exigencias de una economía globalizada y de los cambios demográficos, asegurando el crecimiento y el empleo, la protección de la familia, igualdad de oportunidades para la educación de los jóvenes y la atención por los pobres».

«Si valora sus raíces cristianas, Europa será capaz de dar un rumbo seguro a las opciones de sus ciudadanos y de sus pueblos, reforzará su conciencia de pertenecer a una civilización común y alimentará el compromiso de afrontar los retos del presente para lograr un futuro mejor», afirmó.


(Tomado de http://www.infordeus.com/ Edición del 16 de junio del 2006)


Declaración sobre la eutanasia Iura et Bona - Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe


Declaración sobre la eutanasia
Iura et bona
Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe
5 de mayo de 1980



Introducción


Los derechos y valores inherentes a la persona humana ocupan un puesto importante en la problemática contemporánea. A este respecto, el Concilio Ecuménico Vaticano II ha reafirmado solemnemente la dignidad excelente de la persona humana y de modo particular su derecho a la vida. Por ello ha denunciado los crímenes contra la vida, como “homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado” (Gaudium et spes, 27).

La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, que recientemente ha recordado la doctrina católica acerca del aborto procurado (Declaratio de abortu procurato, die 18 nov. 1974: AAS 66 [1974] 730-747), juzga oportuno proponer ahora la enseñanza de la Iglesia sobre el problema de la eutanasia.

En efecto, aunque continúen siendo siempre válidos los principios enunciados en este terreno por los últimos Pontífices, los progresos de la medicina han hecho aparecer, en los recientes años, nuevos aspectos del problema de la eutanasia que deben ser precisados ulteriormente en su contenido ético.

En la sociedad actual, en la que no raramente son cuestionados los mismos valores fundamentales de la vida humana, la modificación de la cultura influye en el modo de considerar el sufrimiento y la muerte; la medicina ha aumentado su capacidad de curar y de prolongar la vida en determinadas condiciones que a veces ponen problemas de carácter moral. Por ello los hombres que viven en tal ambiente se interrogan con angustia acerca del significado de la ancianidad prolongada y de la muerte, preguntándose consiguientemente si tienen el derecho de procurarse a sí mismos o a sus semejantes la “muerte dulce”, que serviría para abreviar el dolor y sería, según ellos más conforme con la dignidad humana.

Diversas Conferencias Episcopales han preguntado al respecto a esta Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, la cual, tras haber pedido el parecer de personas expertas acerca de los varios aspectos de la eutanasia, quiere responder con esta Declaración a las peticiones de los obispos, para ayudarles a orientar rectamente a los fieles y ofrecerles elementos de reflexión que puedan presentar a las autoridades civiles a propósito de este gravísimo problema.

La materia propuesta en este documento concierne ante todo a los que ponen su fe y esperanza en Cristo, el cual mediante su vida, muerte y resurrección ha dado un nuevo significado a la existencia y sobre todo a la muerte del cristiano, según las palabras de San Pablo: “pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, morimos para el Señor. En fin, sea que vivamos, sea que muramos, del Señor somos” (Rom. 14, 8; Flp 1, 20).

Por lo que se refiere a quienes profesan otras religiones, muchos admitirán con nosotros que la fe si la condividen en un Dios creador, Providente y Señor de la vida confiere un valor eminente a toda persona humana y garantiza su respeto.

Confiamos, sin embargo, en que esta Declaración recogerá el consenso de tantos hombres de buena voluntad, los cuales, por encima de diferencias filosóficas o ideológicas, tienen una viva conciencia de los derechos de la persona humana. Tales derechos, por lo demás, han sido proclamados frecuentemente en el curso de los últimos años en declaraciones de Congresos Internacionales; y tratándose de derechos fundamentales de cada persona humana, es evidente que no se puede recurrir a argumentos sacados del pluralismo político o de la libertad religiosa para negarles valor universal.

I. Valor de la vida humana

La vida humana es el fundamento de todos los bienes, la fuente y condición necesaria de toda actividad humana y de toda convivencia social. Si la mayor parte de los hombres creen que la vida tiene un carácter sacro y que nadie puede disponer de ella a capricho, los creyentes ven a la vez en ella un don del amor de Dios, que son llamados a conservar y hacer fructificar. De esta última consideración brotan las siguientes consecuencias:


1. Nadie puede atentar contra la vida de un hombre inocente sin oponerse al amor de Dios hacia él, sin violar un derecho fundamental, irrenunciable e inalienable, sin cometer, por ello, un crimen de extrema gravedad.

2. Todo hombre tiene el deber de conformar su vida con el designio de Dios. Esta le ha sido encomendada como un bien que debe dar sus frutos ya aquí en la tierra, pero que encuentra su plena perfección solamente en la vida eterna.

3. La muerte voluntaria o sea el suicidio es, por consiguiente, tan inaceptable como el homicidio; semejante acción constituye en efecto, por parte del hombre, el rechazo de la soberanía de Dios y de su designio de amor. Además, el suicidio es a menudo un rechazo del amor hacia sí mismo, una negación de la natural aspiración a la vida, una renuncia frente a los deberes de justicia y caridad hacia el prójimo, hacia las diversas comunidades y hacia la sociedad entera, aunque a veces intervengan, como se sabe, factores psicológicos que pueden atenuar o incluso quitar la responsabilidad.

Se deberá, sin embargo, distinguir bien del suicidio aquel sacrificio con el que, por una causa superior como la gloria de Dios, la salvación de las almas o el servicio a los hermanos se ofrece o se pone en peligro la propia vida.

II. La eutanasia

Para tratar de manera adecuada el problema de la eutanasia, conviene ante todo precisar el vocabulario.

Etimológicamente la palabra eutanasia significaba en la antigüedad una muerte dulce sin sufrimientos atroces. Hoy no nos referimos tanto al significado original del término, cuanto más bien a la intervención de la medicina encaminada a atenuar los dolores de la enfermedad y da la agonía, a veces incluso con el riesgo de suprimir prematuramente la vida. Además el término es usado, en sentido mas estricto, con el significado de “causar la muerte por piedad”, con el fin de eliminar radicalmente los últimos sufrimientos o de evitar a los niños subnormales, a los enfermos mentales o a los incurables la prolongación de una vida desdichada, quizás por muchos años que podría imponer cargas demasiado pesadas a las familias o a la sociedad.

Es pues necesario decir claramente en qué sentido se toma el término en este documento.

Por eutanasia se entiende una acción o una omisión que por su naturaleza, o en la intención, causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. La eutanasia se sitúa pues en el nivel de las intenciones o de los métodos usados.

Ahora bien, es necesario reafirmar con toda firmeza que nada ni nadie puede autorizar la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto, anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente imponerlo ni permitirlo. Se trata en efecto de una violación de la ley divina, de una ofensa a la dignidad de la persona humana, de un crimen contra la vida, de un atentado contra la humanidad.

Podría también verificarse que el dolor prolongado e insoportable, razones de tipo afectivo u otros motivos diversos, induzcan a alguien a pensar que puede legítimamente pedir la muerte o procurarla a otros. Aunque en casos de ese género la responsabilidad personal pueda estar disminuida o incluso no existir, sin embargo el error de juicio de la conciencia aunque fuera incluso de buena fe no modifica la naturaleza del acto homicida, que en sí sigue siendo siempre inadmisible. Las súplicas de los enfermos muy graves que alguna vez invocan la muerte no deben ser entendidas como expresión de una verdadera voluntad de eutanasia; éstas en efecto son casi siempre peticiones angustiadas de asistencia y de afecto. Además de los cuidados médicos, lo que necesita el enfermo es el amor, el calor humano y sobrenatural, con el que pueden y deben rodearlo todos aquellos que están cercanos, padres e hijos, médicos y enfermeros.

III. El cristiano ante el sufrimiento y el uso de los analgésicos

La muerte no sobreviene siempre en condiciones dramáticas, al final de sufrimientos insoportables. No debe pensarse únicamente en los casos extremos. Numerosos testimonios concordes hacen pensar que la misma naturaleza facilita en el momento de la muerte una separación que sería terriblemente dolorosa para un hombre en plena salud. Por lo cual una enfermedad prolongada, una ancianidad avanzada, una situación de soledad y de abandono, pueden determinar tales condiciones psicológicas que faciliten la aceptación de la muerte.Sin embargo se debe reconocer que la muerte precedida o acompañada a menudo de sufrimientos atroces y prolongados es un acontecimiento que naturalmente angustia el corazón del hombre.

El dolor físico es ciertamente un elemento inevitable de la condición humana, a nivel biológico, constituye un signo cuya utilidad es innegable; pero puesto que atañe a la vida psicológica del hombre, a menudo supera su utilidad biológica y por ello puede asumir una dimensión tal que suscite el deseo de eliminarlo a cualquier precio.Sin embargo, según la doctrina cristiana, el dolor, sobre todo el de los últimos momentos de la vida, asume un significado particular en el plan salvífico de Dios; en efecto, es una participación en la pasión de Cristo y una unión con el sacrificio redentor que Él ha ofrecido en obediencia a la voluntad del Padre. No debe pues maravillar si algunos cristianos desean moderar el uso de los analgésicos, para aceptar voluntariamente al menos una parte de sus sufrimientos y asociarse así de modo consciente a los sufrimientos de Cristo crucificado (cf. Mt 27, 34). No sería sin embargo prudente imponer como norma general un comportamiento heroico determinado. Al contrario, la prudencia humana y cristiana sugiere para la mayor parte de los enfermos el uso de las medicinas que sean adecuadas para aliviar o suprimir el dolor, aunque de ello se deriven, como efectos secundarios, entorpecimiento o menor lucidez. En cuanto a las personas que no están en condiciones de expresarse, se podrá razonablemente presumir que desean tomar tales calmantes y suministrárseles según los consejos del médico.


Pero el uso intensivo de analgésicos no está exento de dificultades, ya que el fenómeno de acostumbrarse a ellos obliga generalmente a aumentar la dosis para mantener su eficacia. Es conveniente recordar una declaración de Pío XII que conserva aún toda su validez. Un grupo de médicos le había planteado esta pregunta: “¿La supresión del dolor y de la conciencia por medio de narcóticos ... está permitida al médico y al paciente por la religión y la moral (incluso cuando la muerte se aproxima o cuando se prevé que el uso de narcóticos abreviará la vida)?”. El Papa respondió: “Si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales: Sí”. En este caso, en efecto, está claro que la muerte no es querida o buscada de ningún modo, por más que se corra el riesgo por una causa razonable: simplemente se intenta mitigar el dolor de manera eficaz, usando a tal fin los analgésicos a disposición de la medicina.

Los analgésicos que producen la pérdida de la conciencia en los enfermos, merecen en cambio una consideración particular. Es sumamente importante, en efecto, que los hombres no sólo puedan satisfacer sus deberes morales y sus obligaciones familiares, sino también y sobre todo que puedan prepararse con plena conciencia al encuentro con Cristo. Por esto, Pío XII advierte que “no es lícito privar al moribundo de la conciencia propia sin grave motivo”.

IV. El uso proporcionado de los medios terapéuticos

Es muy importante hoy día proteger, en el momento de la muerte, la dignidad de la persona humana y la concepción cristiana de la vida contra un tecnicismo que corre el riesgo de hacerse abusivo. De hecho algunos hablan de “derecho a morir” expresión que no designa el derecho de procurarse o hacerse procurar la muerte como se quiere, sino el derecho de morir con toda serenidad, con dignidad humana y cristiana. Desde este punto de vista, el uso de los medios terapéuticos puede plantear a veces algunos problemas.

En muchos casos, la complejidad de las situaciones puede ser tal que haga surgir dudas sobre el modo de aplicar los principios de la moral. Tomar decisiones corresponderá en último análisis a la conciencia del enfermo o de las personas cualificadas para hablar en su nombre, o incluso de los médicos, a la luz de las obligaciones morales y de los distintos aspectos del caso.

Cada uno tiene el deber de curarse y de hacerse curar. Los que tienen a su cuidado los enfermos deben prestarles su servicio con toda diligencia y suministrarles los remedios que consideren necesarios o útiles.

¿Pero se deberá recurrir, en todas las circunstancias, a toda clase de remedios posibles?

Hasta ahora los moralistas respondían que no se está obligado nunca al uso de los medios “extraordinarios”. Hoy en cambio, tal respuesta siempre válida en principio, puede parecer tal vez menos clara tanto por la imprecisión del término como por los rápidos progresos de la terapia. Debido a esto, algunos prefieren hablar de medios “proporcionados” y “desproporcionados”. En cada caso, se podrán valorar bien los medios poniendo en comparación el tipo de terapia, el grado de dificultad y de riesgo que comporta, los gastos necesarios y las posibilidades de aplicación con el resultado que se puede esperar de todo ello, teniendo en cuenta las condiciones del enfermo y sus fuerzas físicas y morales.

Para facilitar la aplicación de estos principios generales se pueden añadir las siguientes puntualizaciones:

A falta de otros remedios, es lícito recurrir, con el consentimiento del enfermo, a los medios puestos a disposición por la medicina más avanzada, aunque estén todavía en fase experimental y no estén libres de todo riesgo. Aceptándolos, el enfermo podrá dar así ejemplo de generosidad para el bien de la humanidad.

Es también lícito interrumpir la aplicación de tales medios, cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas en ellos. Pero, al tomar una tal decisión, deberá tenerse en cuenta el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como el parecer de médicos verdaderamente competentes; éstos podrán sin duda juzgar mejor que otra persona si el empleo de instrumentos y personal es desproporcionado a los resultados previsibles, y si las técnicas empleadas imponen al paciente sufrimientos y molestias mayores que los beneficios que se pueden obtener de los mismos.

Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. No se puede, por lo tanto, imponer a nadie la obligación de recurrir a un tipo de cura que, aunque ya esté en uso, todavía no está libre de peligro o es demasiado costosa. Su rechazo no equivale al suicidio: significa más bien o simple aceptación de la condición humana, o deseo de evitar la puesta en práctica de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que se podrían esperar, o bien una voluntad de no imponer gastos excesivamente pesados a la familia o la colectividad.

Ante la inminencia de una muerte inevitable, a pesar de los medios empleados, es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo las curas normales debidas al enfermo en casos similares. Por esto, el médico no tiene motivo de angustia, como si no hubiera prestado asistencia a una persona en peligro.

Conclusión


Las normas contenidas en la presente Declaración están inspiradas por un profundo deseo de servir al hombre según el designio del Creador. Si por una parte la vida es un don de Dios, por otra la muerte es ineludible; es necesario, por lo tanto, que nosotros, sin prevenir en modo alguno la hora de la muerte, sepamos aceptarla con plena conciencia de nuestra responsabilidad y con toda dignidad. Es verdad, en efecto que la muerte pone fin a nuestra existencia terrenal, pero, al mismo tiempo, abre el camino a la vida inmortal. Por eso, todos los hombres deben prepararse para este acontecimiento a la luz de los valores humanos, y los cristianos más aún a la luz de su fe.

Los que se dedican al cuidado de la salud pública no omitan nada, a fin de poner al servicio de los enfermos y moribundos toda su competencia; y acuérdense también de prestarles el consuelo todavía más necesario de una inmensa bondad y de una caridad ardiente. Tal servicio prestado a los hombres es también un servicio prestado al mismo Señor, que ha dicho: “...Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40).

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en el transcurso de una audiencia concedida al infrascripto cardenal Prefecto ha aprobado esta Declaración, decidida en reunión ordinaria de esta Sagrada Congregación, y ha ordenado su publicación.

Roma, desde la Sede de la Sagrada Congregación para la Doctrina le la Fe, 5 de mayo de 1980.


Cardenal Franjo SEPER,

Prefecto


Jerôme HAMER,

arzobispo titular de Lorium,

Secretario.






El Holocausto del Aborto: Dura Realidad - Hispanos Pro Vida

El Holocausto del Aborto: Dura Realidad
Hispanos Pro-Vida



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miércoles, 28 de enero de 2009

Aeterni Patris - León XIII



EPÍSTOLA ENCÍCLICA
AETERNI PATRIS
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII
SOBRE LA RESTAURACIÓN DE
LA FILOSOFÍA CRISTIANA
CONFORME A LA DOCTRINA
DE SANTO TOMÁS DE AQUINO


Venerables Hermanos:
Salud y bendición apostólica.

El Hijo Unigénito del Eterno Padre, que apareció sobre la tierra para traer al humano linaje la salvación y la luz de la divina sabiduría hizo ciertamente un grande y admirable beneficio al mundo cuando, habiendo de subir nuevamente a los cielos, mandó a los apóstoles que «fuesen a enseñar a todas las gentes» (Mt 28,19), y dejó a la Iglesia por él fundada por común y suprema maestra de los pueblos. Pues los hombres, a quien la verdad había libertado debían ser conservados por la verdad; ni hubieran durado por largo tiempo los frutos de las celestiales doctrinas, por los que adquirió el hombre la salud, si Cristo Nuestro Señor no hubiese constituido un magisterio perenne para instruir los entendimientos en la fe. Pero la Iglesia, ora animada con las promesas de su divino autor, ora imitando su caridad, de tal suerte cumplió sus preceptos, que tuvo siempre por mira y fue su principal deseo enseñar la religión y luchar perpetuamente con los errores. A esto tienden los diligentes trabajos de cada uno de los Obispos, a esto las leyes y decretos promulgados de los Concilios y en especial la cotidiana solicitud de los Romanos Pontífices, a quienes como a sucesores en el primado del bienaventurado Pedro, Príncipe de los Apóstoles, pertenecen el derecho y la obligación de enseñar y confirmar a sus hermanos en la fe. Pero como, según el aviso del Apóstol, «por la filosofía y la vana falacia» (Col 2,18) suelen ser engañadas las mentes de los fieles cristianos y es corrompida la sinceridad de la fe en los hombres, los supremos pastores de la Iglesia siempre juzgaron ser también propio de su misión promover con todas sus fuerzas las ciencias que merecen tal nombre, y a la vez proveer con singular vigilancia para que las ciencias humanas se enseñasen en todas partes según la regla de la fe católica, y en especial la filosofía, de la cual sin duda depende en gran parte la recta enseñanza de las demás ciencias. Ya Nos, venerables hermanos, os advertimos brevemente, entre otras cosas, esto mismo, cuando por primera vez nos hemos dirigido a vosotros por cartas Encíclicas; pero ahora, por la gravedad del asunto y la condición de los tiempos, nos vemos compelidos por segunda vez a tratar con vosotros de establecer para los estudios filosóficos un método que no solo corresponda perfectamente al bien de la fe, sino que esté conforme con la misma dignidad de las ciencias humanas.

Si alguno fija la consideración en la acerbidad de nuestros tiempos, y abraza con el pensamiento la condición de las cosas que pública y privadamente se ejecutan, descubrirá sin duda la causa fecunda de los males, tanto de aquellos que hoy nos oprimen, como de los que tememos, consiste en que los perversos principios sobre las cosas divinas y humanas, emanados hace tiempo de las escuelas de los filósofos, se han introducido en todos los órdenes de la sociedad recibidos por el común sufragio de muchos. Pues siendo natural al hombre que en el obrar tenga a la razón por guía, si en algo falta la inteligencia, fácilmente cae también en lo mismo la voluntad; y así acontece que la perversidad de las opiniones, cuyo asiento está en la inteligencia, influye en las acciones humanas y las pervierte. Por el contrario, si está sano el entendimiento del hombre y se apoya firmemente en sólidos y verdaderos principios, producirá muchos beneficios de pública y privada utilidad. Ciertamente no atribuimos tal fuerza y autoridad a la filosofía humana, que la creamos suficiente para rechazar y arrancar todos los errores; pues así como cuando al principio fue instituida la religión cristiana, el mundo tuvo la dicha de ser restituido a su dignidad primitiva, mediante la luz admirable de la fe, «no con las persuasivas palabras de la humana sabiduría, sino en la manifestación del espíritu y de la virtud» (1Cor 2,4) así también al presente debe esperarse principalísimamente del omnipotente poder de Dios y de su auxilio, que las inteligencias de los hombres, disipadas las tinieblas del error, vuelvan a la verdad. Pero no se han de despreciar ni posponer los auxilios naturales, que por beneficio de la divina sabiduría, que dispone fuerte y suavemente todas las cosas, están a disposición del género humano, entre cuyos auxilios consta ser el principal el recto uso de la filosofía. No en vano imprimió Dios en la mente humana la luz de la razón, y dista tanto de apagar o disminuir la añadida luz de la fe la virtud de la inteligencia, que antes bien la perfecciona, y aumentadas sus fuerzas, la hace hábil para mayores empresas. Pide, pues, el orden de la misma Providencia, que se pida apoyo aun a la ciencia humana, al llamar a los pueblos a la fe y a la salud: industria plausible y sabia que los monumentos de la antigüedad atestiguan haber sido practicada por los preclarísimos Padres de la Iglesia. Estos acostumbraron a ocupar la razón en muchos e importantes oficios, todos los que compendió brevísimamente el grande Agustín, «atribuyendo a esta ciencia... aquello con que la fe salubérrima... se engendra, se nutre, se defiende, se consolida» (1).

En primer lugar, la filosofía, si se emplea debidamente por los sabios, puede de cierto allanar y facilitar de algún modo el camino a la verdadera fe y preparar convenientemente los ánimos de sus alumnos a recibir la revelación; por lo cual, no sin injusticia, fue llamada por los antiguos, «ora previa institución a la fe cristiana» (2), «ora preludio y auxilio del cristianismo» (3), «ora pedagogo del Evangelio» (4).

Y en verdad, nuestro benignísimo Dios, en lo que toca a las cosas divinas no nos manifestó solamente aquellas verdades para cuyo conocimiento es insuficiente la humana inteligencia, sino que manifestó también algunas, no del todo inaccesibles a la razón, para que sobreviniendo la autoridad de Dios al punto y sin ninguna mezcla de error, se hiciesen a todos manifiestas. De aquí que los mismos sabios, iluminados tan solo por la razón natural hayan conocido, demostrado y defendido con argumentos convenientes algunas verdades que, o se proponen como objeto de fe divina, o están unidas por ciertos estrechísimos lazos con la doctrina de la fe. «Porque las cosas de él invisibles se ven después de la creación del mundo, consideradas por las obras criadas aun su sempiterna virtud y divinidad» (Rom 1, 20), y «las gentes que no tienen la ley... sin embargo, muestran la obra de la ley escrita en sus corazones» (Rom 11. 14, 15). Es, pues, sumamente oportuno que estas verdades, aun reconocidas por los mismos sabios paganos, se conviertan en provecho y utilidad de la doctrina revelada, para que, en efecto, se manifieste que también la humana sabiduría y el mismo testimonio de los adversarios favorecen a la fe cristiana; cuyo modelo de obrar consta que no ha sido recientemente introducido, sino que es antiguo, y fue usado muchas veces por los Santos Padres de la Iglesia. Aun más: estos venerables testigos y custodios de las tradiciones religiosas reconocen cierta norma de esto, y casi una figura en el hecho de los hebreos que, al tiempo de salir de Egipto, recibieron el mandato de llevar consigo los vasos de oro y plata de los egipcios, para que, cambiado repentinamente su uso, sirviese a la religión del Dios verdadero aquella vajilla, que antes había servido para ritos ignominiosos y para la superstición. Gregorio Neocesarense (5) alaba a Orígenes, porque convirtió con admirable destreza muchos conocimientos tomados ingeniosamente de las máximas de los infieles, como dardos casi arrebatados a los enemigos, en defensa de la filosofía cristiana y en perjuicio de la superstición. Y el mismo modo de disputar alaban y aprueban en Basilio el Grande, ya Gregorio Nacianceno (6), ya Gregorio Niseno (7), y Jerónimo le recomienda grandemente en Cuadrato, discípulo de los Apóstoles, en Arístides, en Justino, en Ireneo y otros muchos (8). Y Agustín dice: «¿No vemos con cuánto oro y plata, y con qué vestidos salió cargado de Egipto Cipriano, doctor suavísimo y mártir beatísimo? ¿Con cuánto Lactancio? ¿Con cuánto Victorino, Optato, Hilario? Y para no hablar de los vivos, ¿con cuánto innumerables griegos?» (9). Verdaderamente, si la razón natural dio tan ópima semilla de doctrina antes de ser fecundada con la virtud de Cristo, mucho más abundante la producirá ciertamente después que la gracia del Salvador restauró y enriqueció las fuerzas naturales de la humana mente. ¿Y quién no ve que con este modo de filosofar se abre un camino llano y practicable a la fe?

No se circunscribe, no obstante, dentro de estos límites la utilidad que dimana de aquella manera de filosofar. Y realmente, las páginas de la divina sabiduría reprenden gravemente la necedad de aquellos hombres «que de los bienes que se ven no supieron conocer al que es, ni considerando las obras reconocieron quien fuese su artífice» (Sap 13,1). Así en primer lugar el grande y excelentísimo fruto que se recoge de la razón humana es el demostrar que hay un Dios: «pues por la grandeza de la hermosura de la criatura se podrá a las claras venir en conocimiento del Criador de ellas» (Sap 13,5). Después demuestra (la razón) que Dios sobresale singularmente por la reunión de todas las perfecciones, primero por la infinita sabiduría, a la cual jamás puede ocultarse cosa alguna, y por la suma justicia a la cual nunca puede vencer afecto alguno perverso; por lo mismo que Dios no solo es veraz, sino también la misma verdad, incapaz de engañar y de engañarse. De lo cual se sigue clarísimamente que la razón humana granjea a la palabra de Dios plenísima fe y autoridad. Igualmente la razón declara que la doctrina evangélica brilló aun desde su origen por ciertos prodigios, como argumentos ciertos de la verdad, y que por lo tanto todos los que creen en el Evangelio no creen temerariamente, como si siguiesen doctas fábulas (cf. 2Petr 1, 16), sino que con un obsequio del todo racional, sujetan su inteligencia y su juicio a la divina autoridad. Entiéndase que no es de menor precio el que la razón ponga de manifiesto que la iglesia instituida por Cristo, como estableció el Concilio Vaticano «por su admirable propagación, eximia santidad e inagotable fecundidad en todas las religiones, por la unidad católica, e invencible estabilidad, es un grande y perenne motivo de credibilidad y testimonio irrefragable de su divina misión» (10).

Puestos así estos solidísimos fundamentos, todavía se requiere un uso perpetuo y múltiple de la filosofía para que la sagrada teología tome y vista la naturaleza, hábito e índole de verdadera ciencia. En ésta, la más noble de todas las ciencias, es grandemente necesario que las muchas y diversas partes de las celestiales doctrinas se reúnan como en un cuerpo, para que cada una de ellas, convenientemente dispuesta en su lugar, y deducida de sus propios principios, esté relacionada con las demás por una conexión oportuna; por último, que todas y cada una de ellas se confirmen en sus propios e invencibles argumentos. Ni se ha de pasar en silencio o estimar en poco aquel más diligente y abundante conocimiento de las cosas, que de los mismos misterios de la fe, que Agustín y otros Santos Padres alabaron y procuraron conseguir, y que el mismo Concilio Vaticano (11) juzgó fructuosísima, y ciertamente conseguirán más perfecta y fácilmente este conocimiento y esta inteligencia aquellos que, con la integridad de la vida y el amor a la fe, reúnan un ingenio adornado con las ciencias filosóficas, especialmente enseñando el Sínodo Vaticano, que esta misma inteligencia de los sagrados dogmas conviene tomarla «ya de la analogía de las cosas que naturalmente se conocen, ya del enlace de los mismos misterios entre sí y con el fin último del hombre» (12).

Por último, también pertenece a las ciencias filosóficas, defender religiosamente las verdades enseñadas por revelación y resistir a los que se atrevan a impugnarlas. Bajo este respecto es grande alabanza de la filosofía el ser considerada baluarte de la fe y como firme defensa de la religión. Como atestigua Clemente Alejandrino, «es por sí misma perfecta la doctrina del Salvador y de ninguno necesita, siendo virtud y sabiduría de Dios. La filosofía griega, que se le une, no hace más poderosa la verdad; pero haciendo débiles los argumentos de los sofistas contra aquella, y rechazando las engañosas asechanzas contra la misma, fue llamada oportunamente cerca y valla de la viña» (13). Ciertamente, así como los enemigos del nombre cristiano para pelear contra la religión toman muchas veces de la razón filosófica sus instrumentos bélicos; así los defensores de las ciencias divinas toman del arsenal de la filosofía muchas cosas con que poder defender los dogmas revelados. Ni se ha de juzgar que obtenga pequeño triunfo la fe cristiana, porque las armas de los adversarios, preparadas por arte de la humana razón para hacer daño, sean rechazadas poderosa y prontamente por la misma humana razón.

Esta especie de religioso combate fue usado por el mismo Apóstol de las gentes, como lo recuerda San Jerónimo escribiendo a Magno: «Pablo, capitán del ejército cristiano, es orador invicto, defendiendo la causa de Cristo, hace servir con arte una inscripción fortuita para argumento de la fe; había aprendido del verdadero David a arrancar la espada de manos de los enemigos, y a cortar la cabeza del soberbio Goliat con su espada» (14). Y la misma Iglesia no solamente aconseja, sino que también manda que los doctores católicos pidan este auxilio a la filosofía. Pues el Concilio Lateranense V, después de establecer que «toda aserción contraria a la verdad de la fe revelada es completamente falsa, porque la verdad jamás se opuso a la verdad» (15), manda a los Doctores de filosofía, que se ocupen diligentemente en resolver los engañosos argumentos, pues como testifica Agustino, «si se da una razón contra la autoridad de las Divinas Escrituras, por más aguda que sea, engañará con la semejanza de verdad, pero no puede ser verdadera» (16).

Mas para que la filosofía sea capaz de producir los preciosos frutos que hemos recibido, es de todo punto necesario que jamás se aparte de aquellos trámites que siguió la veneranda antigüedad de los Padres y aprobó el Sínodo Vaticano con el solemne sufragio de la autoridad. En verdad está claramente averiguado que se han de aceptar muchas verdades del orden sobrenatural que superan con mucho las fuerzas de todas las inteligencias, la razón humana, conocedora de la propia debilidad, no se atreve a aceptar cosas superiores a ella, ni negar las mismas verdades, ni medirlas con su propia capacidad, ni interpretarlas a su antojo; antes bien debe recibirlas con plena y humilde fe y tener a sumo honor el serla permitido por beneficio de Dios servir como esclava y servidora a las doctrinas celestiales y de algún modo llegarlas a conocer. En todas estas doctrinas principales, que la humana inteligencia no puede recibir naturalmente, es muy justo que la filosofía use de su método, de sus principios y argumentos; pero no de tal modo que parezca querer sustraerse a la divina autoridad. Antes constando que las cosas conocidas por revelación gozan de una verdad indisputable, y que las que se oponen a la fe pugnan también con la recta razón, debe tener presente el filósofo católico que violará a la vez los derechos de la fe y la razón, abrazando algún principio que conoce que repugna a la doctrina revelada.

Sabemos muy bien que no faltan quienes, ensalzando más de lo justo las facultades de la naturaleza humana, defiendan que la inteligencia del hombre, una vez sometida a la autoridad divina, cae de su natural dignidad, está ligada y como impedida para que no pueda llegar a la cumbre de la verdad y de la excelencia. Pero estas doctrinas están llenas de error y de falacia, y finalmente tienden a que los hombres con suma necedad, y no sin el crimen de ingratitud, repudien las más sublimes verdades y espontáneamente rechacen el beneficio de la fe, de la cual aun para la sociedad civil brotaron las fuentes de todos los bienes. Pues hallándose encerrada la humana mente en ciertos y muy estrechos límites, está sujeta a muchos errores y a ignorar muchas cosas. Por el contrario, la fe cristiana, apoyándose en la autoridad de Dios, es maestra infalible de la verdad, siguiendo la cual ninguno cae en los lazos del error, ni es agitado por las olas de inciertas opiniones. Por lo cual, los que unen el estudio de la filosofía con la obediencia a la fe cristiana, razonan perfectamente, supuesto que el esplendor de las divinas verdades, recibido por el alma, auxilia la inteligencia, a la cual no quita nada de su dignidad, sino que la añade muchísima nobleza, penetración y energía. Y cuando dirigen la perspicacia del ingenio a rechazar las sentencias que repugnan a la fe y a aprobar las que concuerdan con ésta, ejercitan digna y utilísimamente la razón: pues en lo primero descubren las causas del error y conocen el vicio de los argumentos, y en lo último están en posesión de las razones con que se demuestra sólidamente y se persuade a todo hombre prudente de la verdad de dichas sentencias. El que niegue que con esta industria y ejercicio se aumentan las riquezas de la mente y se desarrollan sus facultades, es necesario que absurdamente pretenda que no conduce al perfeccionamiento del ingenio la distinción de lo verdadero y de lo falso. Con razón el Concilio Vaticano recuerda con estas palabras los beneficios que a la razón presta la fe: «La fe libra y defiende a la razón de los errores y la instruye en muchos conocimientos» (17). Y por consiguiente el hombre, si lo entendiese, no debía culpar a la fe de enemiga de la razón, antes bien debía dar dignas gracias a Dios, y alegrarse vehementemente de que entre las muchas causas de la ignorancia y en medio de las olas de los errores le haya iluminado aquella fe santísima, que como amiga estrella indica el puerto de la verdad, excluyendo todo temor de errar.

Porque, Venerables hermanos, si dirigís una mirada a la historia de la filosofía, comprenderéis que todas las cosas que poco antes hemos dicho se comprueban con los hechos. Y ciertamente de los antiguos filósofos, que carecieron del beneficio de la fe, aun los que son considerados como más sabios, erraron pésimamente en muchas cosas, falsas e indecorosas, cuantas inciertas y dudosas entre algunas verdaderas, enseñaron sobre la verdadera naturaleza de la divinidad, sobre el origen primitivo de las cosas sobre el gobierno del mundo, sobre el conocimiento divino de las cosas futuras, sobre la causa y principio de los males, sobre el último fin del hombre y la eterna bienaventuranza, sobre las virtudes y los vicios y sobre otras doctrinas cuyo verdadero y cierto conocimiento es la cosa más necesaria al género humano.

Por el contrario, los primeros Padres y Doctores de la Iglesia, que habían entendido muy bien que por decreto de la divina voluntad el restaurador de la ciencia humana era también jesucristo, que es la virtud de Dios y su sabiduría (1Cor 1,24), y «en el cual están escondidos los tesoros de la sabiduría» (Col 2,3), trataron de investigar los libros de los antiguos sabios y de comparar sus sentencias con las doctrinas reveladas, y con prudente elección abrazaron las que en ellas vieron perfectamente dichas y sabiamente pensadas, enmendando o rechazando las demás. Pues así como Dios, infinitamente próvido, suscitó para defensa de la Iglesia mártires fortísimos, pródigos de sus grandes almas, contra la crueldad de los tiranos, así a los falsos filósofos o herejes opuso varones grandísimos en sabiduría, que defendiesen, aun con el apoyo de la razón el depósito de las verdades reveladas. Y así desde los primeros días de la Iglesia la doctrina católica tuvo adversarios muy hostiles que, burlándose de dogmas e instituciones de los cristianos, sostenían la pluralidad de los dioses, que la materia del mundo careció de principio y de causa, y que el curso de las cosas se conservaba mediante una fuerza ciega y una necesidad fatal y no era dirigido por el consejo de la Divina Providencia. Ahora bien; con estos maestros de disparatada doctrina disputaron oportunamente aquellos sabios que llamamos Apologistas, quienes precedidos de la fe usaron también los argumentos de la humana sabiduría con los que establecieron que debe ser adorado un sólo Dios, excelentísimo en todo género de perfecciones, que todas las cosas que han sido sacadas de la nada por su omnipotente virtud, subsisten por su sabiduría y cada una se mueve y dirige a sus propios fines. Ocupa el primer puesto entre estos San Justino mártir, quien después de haber recorrido las más célebres academias de los griegos para adquirir experiencia, y de haber visto, como él mismo confiesa a boca llena, que la verdad solamente puede sacarse de las doctrinas reveladas, abrazándolas con todo el ardor de su espíritu, las purgó de calumnias, ante los Emperadores romanos, y en no pocas sentencias de los filósofos griegos convino con éstos. Lo mismo hicieron excelentemente por este tiempo Quadrato y Aristides, Hermias y Atenágoras. Ni menos gloria consiguió por el mismo motivo Ireneo, mártir invicto y Obispo de la iglesia de Lyón, quien refutando valerosamente las perversas opiniones de los orientales diseminadas merced a los gnósticos por todo el imperio romano, «explicó, según San Jerónimo, los principios de cada una de las herejías y de qué fuentes filosóficas dimanaron»(18). Todos conocen las disputas de Clemente Alejandrino, que el mismo Jerónimo, para honrarlas, recuerda así: «¿Qué hay en ellas de indocto? y más, ¿qué no hay de la filosofía media?» (19). El mismo trató con increíble variedad de muchas cosas utilísimas para fundar la filosofía de la historia, ejercitar oportunamente la dialéctica, establecer la concordia entre la razón y la fe. Siguiendo a éste Orígenes, insigne en el magisterio de la iglesia alejandrina, eruditísimo en las doctrinas de los griegos y de los orientales, dio a luz muchos y eruditos volúmenes para explicar las sagradas letras y para ilustrar los dogmas sagrados, cuyas obras, aunque como hoy existen no carezcan absolutamente de errores, contienen, no obstante, gran cantidad de sentencias, con las que se aumentan las verdades naturales en número y en firmeza. Tertuliano combate contra los herejes con la autoridad de las sagradas letras, y con los filósofos, cambiando el género de armas filosóficamente, y convence a éstos tan sutil y eruditamente que a las claras y con confianza les dice: «Ni en la ciencia ni el arte somos igualados, como pensáis vosotros» (20).Arnovio, en los libros publicados contra los herejes, y Lactancio, especialmente en sus instituciones divinas, se esfuerzan valerosamente por persuadir a los hombres con igual elocuencia y gallardía de la verdad de los preceptos de la sabiduría cristiana, no destruyendo la filosofía, como acostumbran los académicos (21), sino convenciendo a aquellos, en parte con sus propias armas, y en parte con las tomadas de la lucha de los filósofos entre sí (22).

Las cosas que del alma humana, de los divinos atributos y otras cuestiones de suma importancia dejaron escritas el gran Atanasio y Crisóstomo el Príncipe de los oradores, de tal manera, a juicio de todos, sobresalen, que parece no poderse añadir casi nada a su ingeniosidad y riqueza. Y para no ser pesados en enumerar cada uno de los apologistas, añadimos el catálogo de los excelsos varones de que se ha hecho mención, a Basilio el Grande y a los dos Gregorios, quienes habiendo salido de Atenas, emporio de las humanas letras, equipados abundantemente con todo el armamento de la filosofía, convirtieron aquellas mismas ciencias, que con ardoroso estudio habían adquirido, en refutar a los herejes e instruir a los cristianos. Pero a todos arrebató la gloria Agustín, quien de ingenio poderoso, e imbuido perfectamente en las ciencias sagradas y profanas, lucho acérrimamente contra todos los errores de sus tiempos con fe suma y no menor doctrina. ¿Qué punto de la filosofía no trató y, aun más, cuál no investigó diligentísimamente, ora cuando proponía a los fieles los altísimos misterios de la fe y los efendía contra los furiosos ímpetus de los adversarios, ora cuando, reducidas a la nada las fábulas de los maniqueos o académicos, colocaba sobre tierra firme los fundamentos de la humana ciencia y su estabilidad, o indagaba la razón del origen, y las causas de los males que oprimen al género humano? ¿Cuánto no discutió sutilísimamente acerca de los ángeles, del alma, de la mente humana, de la voluntad y del libre albedrío, de la religión y de la vida bienaventurada, y aun de la misma naturaleza de los cuerpos mudables? Después de este tiempo en el Oriente Juan Damasceno, siguiendo las huellas de Basilio y Gregorio de Nacianzo, y en Occidente Boecio y Anselmo, profesando las doctrinas de Agustín, enriquecieron muchísimo el patrimonio de la filosofía.

Enseguida los Doctores de la Edad Media, llamados escolásticos, acometieron una obra magna, a saber: reunir diligentemente las fecundas y abundantes mieses de doctrina, refundidas en las voluminosas obras de los Santos Padres, y reunidas, colocarlas en un solo lugar para uso y comodidad de los venideros. Cuál sea el origen la índole y excelencia de la ciencia escolástica, es útil aquí, Venerables hermanos, mostrarlo más difusamente con las palabras de sapientísimo varón, nuestro predecesor, Sixto V: «Por don divino de Aquél, único que da el espíritu de la ciencia, de la sabiduría y del entendimiento, y que enriquece con nuevos beneficios a su Iglesia en las cadenas de los siglos, según lo reclama la necesidad, y la provee de nuevos auxilios fue hallada por nuestros santísimos mayores la teología escolástica, la cual cultivaron y adornaron principalísimamente dos gloriosos Doctores, el angélico Santo Tomás y el seráfico San Buenaventura, clarísimos Profesores de esta facultad... con ingenio excelente, asiduo estudio, grandes trabajos y vigilias, y la legaron a la posteridad, dispuesta óptimamente y explicada con brillantez de muchas maneras. Y, en verdad, el conocimiento y ejercicio de esta saludable ciencia, que fluye de las abundantísimas fuentes de las diversas letras, Sumos Pontífices, Santos Padres y Concilios, pudo siempre proporcionar grande auxilio a la Iglesia, ya para entender e interpretar verdadera y sanamente las mismas Escrituras, ya para leer y explicar más segura y útilmente los Padres, ya para descubrir y rebatir los varios errores y herejías; pero en estos últimos días, en que llegaron ya los tiempos peligrosos descritos por el Apóstol, y hombres blasfemos, soberbios, seductores, crecen en maldad, errando e induciendo a otros a error, es en verdad sumamente necesaria para confirmar las dogmas de la fe católica y para refutar las herejías.» (23)

Palabras son éstas que, aunque parezcan abrazar solamente la teología escolástica, está claro que deben entenderse también de la filosofía y sus alabanzas. Pues las preclaras dotes que hacen tan temible a los enemigos de la verdad la teología escolástica, como dice el mismo Pontífice «aquella oportuna y enlazada coherencia de causas y de cosas entre sí, aquel orden y aquella disposición como la formación de los soldados en batalla, aquellas claras definiciones y distinciones, aquella firmeza de los argumentos y de las agudísimas disputas en que se distinguen la luz de las tinieblas, lo verdadero de lo falso, las mentiras de los herejes envueltas en muchas apariencias y falacias, que como si se les quitase el vestido aparecen manifiestas y desnudas» (24); estas excelsas y admirables dotes, decimos, se derivan únicamente del recto uso de aquella filosofía que los maestros escolásticos, de propósito y con sabio consejo, acostumbraron a usar frecuentemente aun en las disputas filosóficas. Además, siendo propio y singular de los teólogos escolásticos el haber unido la ciencia humana y divina entre sí con estrechísimo lazo, la teología, en la que sobresalieron, no habría obtenido tantos honores y alabanzas de parte de los hombres si hubiesen empleado una filosofía manca e imperfecta o ligera.

Ahora bien: entre los Doctores escolásticos brilla grandemente Santo Tomás de Aquino, Príncipe y Maestro de todos, el cual, como advierte Cayetano, «por haber venerado en gran manera los antiguos Doctores sagrados, obtuvo de algún modo la inteligencia de todos» (25). Sus doctrinas, como miembros dispersos de un cuerpo, reunió y congregó en uno Tomás, dispuso con orden admirable, y de tal modo las aumentó con nuevos principios, que con razón y justicia es tenido por singular apoyo de la Iglesia católica; de dócil y penetrante ingenio, de memoria fácil y tenaz, de vida integérrima, amador únicamente de la verdad, riquísimo en la ciencia divina y humana, comparado al sol, animó al mundo con el calor de sus virtudes, y le iluminó con esplendor. No hay parte de la filosofía que no haya tratado aguda y a la vez sólidamente: trató de las leyes del raciocinio, de Dios y de las substancias incorpóreas, del hombre y de otras cosas sensibles, de los actos humanos y de sus principios, de tal modo, que no se echan de menos en él, ni la abundancia de cuestiones, ni la oportuna disposición de las partes, ni la firmeza de los principios o la robustez de los argumentos, ni la claridad y propiedad del lenguaje, ni cierta facilidad de explicar las cosas abstrusas.

Añádese a esto que el Doctor Angélico indagó las conclusiones filosóficas en las razones y principios de las cosas, los que se extienden muy latamente, y encierran como en su seno las semillas de casi infinitas verdades, que habían de abrirse con fruto abundantísimo por los maestros posteriores. Habiendo empleado este método de filosofía, consiguió haber vencido él solo los errores de los tiempos pasados, y haber suministrado armas invencibles, para refutar los errores que perpetuamente se han de renovar en los siglos futuros. Además, distinguiendo muy bien la razón de la fe, como es justo, y asociándolas, sin embargo amigablemente, conservó los derechos de una y otra, proveyó a su dignidad de tal suerte, que la razón elevada a la mayor altura en alas de Tomás, ya casi no puede levantarse a regiones más sublimes, ni la fe puede casi esperar de la razón más y más poderosos auxilios que los que hasta aquí ha conseguido por Tomás.

Por estas razones, hombres doctísimos en las edades pasadas, y dignísimos de alabanza por su saber teológico y filosófico, buscando con indecible afán los volúmenes inmortales de Tomás, se consagraron a su angélica sabiduría, no tanto para perfeccionarle en ella, cuanto para ser totalmente por ella sustentados. Es un hecho constante que casi todos los fundadores y legisladores de las órdenes religiosas mandaron a sus compañeros estudiar las doctrinas de Santo Tomás, y adherirse a ellas religiosamente, disponiendo que a nadie fuese lícito impunemente separarse, ni aun en lo más mínimo, de las huellas de tan gran Maestro. Y dejando a un lado la familia dominicana, que con derecho indisputable se gloria de este su sumo Doctor, están obligados a esta ley los Benedictinos, los Carmelitas, los Agustinos, los Jesuitas y otras muchas órdenes sagradas, como los estatutos de cada una nos lo manifiestan.

Y en este lugar, con indecible placer recuerda el alma aquellas celebérrimas Academias y escuelas que en otro tiempo florecieron en Europa, a saber: la parisiense, la salmanticense, la complutense, la duacense, la tolosana, la lovaniense, la patavina, la boloniana, la napolitana, la coimbricense y otras muchas. Nadie ignora que la fama de éstas creció en cierto modo con el tiempo, y que las sentencias que se les pedían cuando se agitaban gravísimas cuestiones, tenían mucha autoridad entre los sabios. Pues bien, es cosa fuera de duda que en aquellos grandes emporios del saber humano, como en su reino, dominó como príncipe Tomás, y que los ánimos de todos, tanto maestros como discípulos, descansaron con admirable concordia en el magisterio y autoridad del Doctor Angélico.

Pero lo que es más, los Romanos Pontífices nuestros predecesores, honraron la sabiduría de Tomás de Aquino con singulares elogios y testimonios amplísimos. Pues Clemente VI (26), Nicolás V (27), Benedicto XIII (28) y otros, atestiguan que la Iglesia universal es ilustrada con su admirable doctrina; San Pío V (29), confiesa que con la misma doctrina las herejías, confundidas y vencidas, se disipan, y el universo mundo es libertado cotidianamente; otros, con Clemente XII (30), afirman que de sus doctrinas dimanaron a la Iglesia católica abundantísimos bienes, y que él mismo debe ser venerado con aquel honor que se da a los Sumos Doctores de la Iglesia Gregorio, Ambrosio, Agustín y Jerónimo; otros, finalmente, no dudaron en proponer en las Academias y grandes liceos a Santo Tomás como ejemplar y maestro, a quien debía seguirse con pie firme. Respecto a lo que parecen muy dignas de recordarse las palabras del B. Urbano V: «Queremos, y por las presentes os mandamos, que adoptéis la doctrina del bienaventurado Tomás, como verídica y católica, y procuréis ampliarla con todas vuestras fuerzas» (31). Renovaron el ejemplo de Urbano en la Universidad de estudios de Lovaina Inocencio XII (32), y Benedicto XIV (33), en el Colegio Dionisiano de los Granatenses. Añádase a estos juicios de los Sumos Pontífices, sobre Tomás de Aquino, el testimonio de Inocencio VI, como complemento: «La doctrina de éste tiene sobre las demás, exceptuada la canónica, propiedad en las palabras, orden en las materias, verdad en las sentencias, de tal suerte, que nunca a aquellos que la siguieren se les verá apartarse del camino e la verdad, y siempre será sospechoso de error el que la impugnare» (34).

También los Concilios Ecuménicos, en los que brilla la flor de la sabiduría escogida en todo el orbe, procuraron perpetuamente tributar honor singular a Tomás de Aquino. En los Concilios de Lyón, de Viene, de Florencia y Vaticano, puede decirse que intervino Tomás en las deliberaciones y decretos de los Padres, y casi fue el presidente, peleando con fuerza ineluctable y faustísimo éxito contra los errores de los griegos, de los herejes y de los racionalistas. Pero la mayor gloria propia de Tomás, alabanza no participada nunca por ninguno de los Doctores católicos, consiste en que los Padres tridentinos, para establecer el orden en el mismo Concilio, quisieron que juntamente con los libros de la Escritura y los decretos de los Sumos Pontífices se viese sobre el altar la Suma de Tomás de Aquino, a la cual se pidiesen consejos, razones y oráculos.

Últimamente, también estaba reservada al varón incomparable obtener la palma de conseguir obsequios, alabanzas, admiración de los mismos adversarios del nombre católico. Pues está averiguado que no faltaron jefes de las facciones heréticas que confesasen públicamente que, una vez quitada de en medio la doctrina de Tomás de Aquino, «podían fácilmente entrar en combate con todos los Doctores católicos, y vencerlos y derrotar la Iglesia» (35). Vana esperanza, ciertamente, pero testimonio no vano.

Por esto, venerables hermanos, siempre que consideramos la bondad, la fuerza y las excelentes utilidades de su ciencia filosófica, que tanto amaron nuestros mayores, juzgamos, que se obró temerariamente no conservando siempre y en todas partes el honor que le es debido; constando especialmente que el uso continuo, el juicio de grandes hombres, y lo que es más el sufragio de la Iglesia, favorecían a la filosofía escolástica. Y en lugar de la antigua doctrina presentóse en varias partes cierta nueva especie de filosofía, de la cual no se recogieron los frutos deseados y saludables que la Iglesia y la misma sociedad civil habían anhelado. Procurándolo los novadores del siglo XVI, agradó el filosofar sin respeto alguno a la fe, y fue pedida alternativamente la potestad de escogitar según el gusto y el genio de cualesquiera cosas. Por cuyo motivo fue ya fácil que se multiplicasen más de lo justo los géneros de filosofía y naciesen sentencias diversas y contrarias entre sí aun, acerca de las cosas principales en los conocimientos humanos. De la multitud de las sentencias se pasó frecuentísimamente a las vacilaciones y a las dudas, y desde la lucha, cuán fácilmente caen en error los entendimientos de los hombres, no hay ninguno que lo ignore. Dejándose arrastrar los hombres por el ejemplo, el amor a la novedad pareció también invadir en algunas partes los ánimos de los filósofos católicos, los cuales, desechando el patrimonio de la antigua sabiduría, quisieron, mas con prudencia ciertamente poco sabia y no sin detrimento de las ciencias, hacer cosas nuevas, que aumentar y perfeccionar con las nuevas las antiguas. Pues esta múltiple regla de doctrina, fundándose en la autoridad y arbitrio de cada uno de los maestros, tiene fundamento variable, y por esta razón no hace a la filosofía firme, estable ni robusta como la antigua, sino fluctuante y movediza, a la cual, si acaso sucede que se la halla alguna vez insuficiente para sufrir el ímpetu de los enemigos, sépase que la causa y culpa de esto reside en ella misma. Y al decir esto no condenamos en verdad a aquellos hombres doctos e ingeniosos que ponen su industria y erudición y las riquezas de los nuevos descubrimientos al servicio de la filosofía; pues sabemos muy bien que con esto recibe incremento la ciencia. Pero se ha de evitar diligentísimamente no hacer consistir en aquella industria y erudición todo o el principal ejercicio de la filosofía. Del mismo modo se ha de juzgar de la Sagrada Teología, la cual nos agrada que sea ayudada e ilustrada con los múltiples auxilios de la erudición; pero es de todo punto necesario que sea tratada según la grave costumbre de los escolásticos, para que unidas en ella las fuerzas de la revelación y de la razón continúe siendo «defensa invencible de la fe» (36).

Con excelente consejo no pocos cultivadores de las ciencias filosóficas intentaron en estos últimos tiempos restaurar últimamente la filosofía, renovar la preclara doctrina de Tomás de Aquino y devolverla su antiguo esplendor.

Hemos sabido, venerables hermanos, que muchos de vuestro orden, con igual deseo han entrado gallardamente por esta vía con grande regocijo de nuestro ánimo. A los cuales alabamos ardientemente y exhortamos a permanecer en el plan comenzado; y a todos los demás de entre vosotros en particular os hacemos saber, que nada nos es más grato ni más apetecible que el que todos suministréis copiosa y abundantemente a la estudiosa juventud los ríos purísimos de sabiduría que manan en continua y riquísima vena del Angélico Doctor.

Los motivos que nos mueven a querer esto con grande ardor son muchos. Primeramente, siendo costumbre en nuestros días tempetuosos combatir la fe con las maquinaciones y las astucias de una falsa sabiduría, todos los jóvenes, y en especial los que se educan para esperanza de la Iglesia, deben ser alimentados por esto mismo con el poderoso y robusto pacto de doctrina, para que, potentes con sus fuerzas y equipados con suficiente armamento se acostumbren un tiempo a defender fuerte y sabiamente la causa de la religión, dispuesto siempre, según los consejos evangélicos, «a satisfacer a todo el que pregunte la razón de aquella esperanza que tenemos» (1Pet 3,15), y «exhortar con la sana doctrina y argüir a los que contradicen» (Tit 1,9). Además, muchos de los hombres que, apartando su espíritu de la fe, aborrecen las enseñanzas católicas, profesan que para ella es sólo la razón maestra y guía. Y para sanar a éstos y volverlos a la fe católica, además del auxilio sobrenatural de Dios, juzgamos que nada es más oportuno que la sólida doctrina de los Padres y de los escolásticos, los cuales demuestran con tanta evidencia y energía los firmísimos fundamentos de la fe, su divino origen, su infalible verdad, los argumentos con que se prueban, los beneficios que ha prestado al género humano y su perfecta armonía con la razón, cuanto basta y aun sobra para doblegar los entendimientos, aun los más opuestos y contrarios.

La misma sociedad civil y la doméstica, que se halla en el grave peligro que todos sabemos, a causa de la peste dominante de las perversas opiniones, viviría ciertamente más tranquila y más segura, si en las Academias y en las escuelas se enseñase doctrina más sana y más conforme con el magisterio de la enseñanza de la Iglesia, tal como la contienen los volúmenes de Tomás de Aquino. Todo lo relativo a la genuina noción de la libertad, que hoy degenera en licencia, al origen divino de toda autoridad, a las leyes y a su fuerza, al paternal y equitativo imperio de los Príncipes supremos, a la obediencia a las potestades superiores, a la mutua caridad entre todos; todo lo que de estas cosas y otras del mismo tenor es enseñado por Tomás, tiene una robustez grandísima e invencible para echar por tierra los principios del nuevo derecho, que, como todos saben, son peligrosos para el tranquilo orden de las cosas y para el público bienestar. Finalmente, todas las ciencias humanas deben esperar aumento y prometerse grande auxilio de esta restauración de las ciencias filosóficas por Nos propuesta. Porque todas las buenas artes acostumbraron tomar de la filosofía, como de la ciencia reguladora, la sana enseñanza y el recto modo, y de aquélla, como de común fuente de vida, sacar energía.

Una constante experiencia nos demuestra que, cuando florecieron mayormente las artes liberales, permaneció incólume el honor y el sabio juicio de la filosofía, y que fueron descuidadas y casi olvidadas, cuando la filosofía se inclinó a los errores o se enredó en inepcias. Por lo cual, aún las ciencias físicas que son hoy tan apreciadas y excitan singular admiración con tantos inventos, no recibirán perjuicio alguno con la restauración de la antigua filosofía, sino que, al contrario, recibirán grande auxilio. Pues para su fructuoso ejercicio e incremento, no solamente se han de considerar los hechos y se ha de contemplar la naturaleza, sino que de los hechos se ha de subir más alto y se ha de trabajar ingeniosamente para conocer la esencia de las cosas corpóreas, para investigar las leyes a que obedecen, y los principios de donde proceden su orden y unidad en la variedad, y la mutua afinidad en la diversidad. A cuyas investigaciones es maravillosa cuanta fuerza, luz y auxilio da la filosofía católica, si se enseña con un sabio método.

Acerca de lo que debe advertirse también que es grave injuria atribuir a la filosofía el ser contraria al incremento y desarrollo de las ciencias naturales. Pues cuando los escolásticos, siguiendo el sentir de los Santos Padres, enseñaron con frecuencia en la antropología, que la humana inteligencia solamente por las cosas sensibles se elevaba a conocer las cosas que carecían de cuerpo y de materia, naturalmente que nada era más útil al filósofo que investigar diligentemente los arcanos de la naturaleza y ocuparse en el estudio de las cosas físicas mucho y por mucho tiempo. Lo cual confirmaron con su conducta, pues Santo Tomás, el bienaventurado Alberto el Grande, y otros príncipes de los escolásticos no se consagraron a la contemplación de la filosofía, de tal suerte, que no pusiesen grande empeño en conocer las cosas naturales, y muchos dichos y sentencias suyos en este género de cosas los aprueban los maestros modernos, y confiesan estar conformes con la verdad. Además, en nuestros mismos días muchos y muy insignes Doctores de las ciencias físicas atestiguan clara y manifiestamente que entre las ciertas y aprobadas conclusiones de la física más reciente y los principios filosóficos de la Escuela, no existe verdadera pugna.

Nos, pues, mientras manifestamos que recibiremos con buena voluntad y agradecimiento todo lo que se haya dicho sabiamente, todo lo útil que se haya inventado y escogitado por cualquiera, a vosotros todos, venerables hermanos, con grave empeño exhortamos a que, para defensa y gloria de la fe católica, bien de la sociedad e incremento de todas las ciencias, renovéis y propaguéis latísimamente la áurea sabiduría de Santo Tomás. Decimos la sabiduría de Santo Tomás, pues si hay alguna cosa tratada por los escolásticos con demasiada sutileza o enseñada inconsideradamente; si hay algo menos concorde con las doctrinas manifiestas de las últimas edades, o finalmente, no laudable de cualquier modo, de ninguna manera está en nuestro ánimo proponerlo para ser imitado en nuestra edad. Por lo demás procuren los maestros elegidos inteligentemente por vosotros, insinuar en los ánimos de sus discípulos la doctrina de Tomás de Aquino, y pongan en evidencia su solidez y excelencia sobre todas las demás. Las Academias fundadas por vosotros, o las que habéis de fundar, ilustren y defiendan la misma doctrina y la usen para la refutación de los errores que circulan, Mas para que no se beba la supuesta doctrina por la verdadera, ni la corrompida por la sincera, cuidad de que la sabiduría de Tomás se tome de las mismas fuentes o al menos de aquellos ríos que, según cierta y conocida opinión de hombres sabios, han salido de la misma fuente y todavía corren íntegros y puros; pero de los que se dicen haber procedido de éstos y en realidad crecieron con aguas ajenas y no saludables, procurad apartar los ánimos de los jóvenes.

Muy bien conocemos que nuestros propósitos serán de ningún valor si no favorece las comunes empresas, Venerables hermanos, Aquel que en las divinas letras es llamado «Dios de las ciencias» (I Reg 2, 3) en las que también aprendemos «que toda dádiva buena y todo don perfecto viene de arriba, descendiendo del Padre de las luces» (Iac. 1, 17). Y además; «si alguno necesita de sabiduría, pida a Dios que da a todos abundantemente y no se apresure y se le dará» (Iac 1, 5).

También en esto sigamos el ejemplo del Doctor Angélico, que nunca se puso a leer y escribir sin haberse hecho propicio a Dios con sus ruegos, y el cual confesó cándidamente que todo lo que sabía no lo había adquirido tanto con su estudio y trabajo, sino que lo había recibido divinamente; y por lo mismo roguemos todos juntamente a Dios con humilde y concorde súplica que derrame sobre todos los hijos de la Iglesia el espíritu de ciencia y de entendimiento y les abra el sentido para entender la sabiduría. Y para percibir más abundantes frutos de la divina bondad, interponed también delante de Dios el patrocinio eficacísimo de la Virgen María, que es llamada asiento de la sabiduría, y a la vez tomad por intercesores al bienaventurado José, purísimo esposo de la Virgen María, y a los grandes Apóstoles Pedro y Pablo, que renovaron con la verdad el universo mundo corrompido por el inmundo cieno de los errores y le llenaron con la luz de la celestial sabiduría.

Por último, sostenidos con la esperanza del divino auxilio y confiados en vuestra diligencia pastoral, os damos amantísimamente en el Señor a todos vosotros, Venerables hermanos, a todo el Clero y pueblo, a cada uno de vosotros encomendado, la apostólica bendición, augurio de celestiales dones y testimonio de nuestra singular benevolencia.

Dado en Roma, en San Pedro a 4 de Agosto de 1879. En el año segundo de nuestro Pontificado.


León Papa XIII

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Notas
(1) De Trin. lib. XIV, c. 1.
(2) Clem. Alex. Strom. lib. 1, c. 16; l. VII, c. 3.
(3) Orig. ad Greg. Thaum.
(4) Clem. Alex., Strom. I, c. 5.
(5) Orat. paneg. ad Orenig.
(6) Vit. Moys.
(7) Carm. 1, Iamb. 3.
(8) Epist. ad Magn.
(9) De doctr. christ. I. 11, c. 40.
(10) Const. dogm. de Fid. Cath., cap. 3.
(11) Const. dogm. de Fid. Cath. cap. 4.
(12) ibid.
(13) Strom. lib. 1, c. 20.
(14) Epist. ad Magn.
(15) Bulla Apostolicis Regiminis.
(16) Epist. 143 (al 7) ad Marcellin, n. 7.
(17) Const. dogm. de Fid. Cath., cap. 4.
(18) Epis. ad Magn.
(19) Epist. ad Magn.
(20) Apologet. §46.
(21) Inst. VII, cap. 7.
(22} De opif. Dei, cap. 21.
(23) Bulla Triumphantis, an. 1588.
(24) Bulla Triumphantis, an. 1588.
(25) In 2ª, 2ª, q. 148, a. 4, in fin.
(26) Bulla In Ordine.
(27) Breve ad FF. ad. Praedit. 1451.
(28) Bulla Pretiosus.
(29) Bulla Mirabilis.
(30) Bulla Verbo Dei.
(31) Const. 5ª dat die 3 Aug. 1368 ad Cancell. Univ. Tolos.
(32) Litt. in form. Brer., die 6 Febr. 1694.
(33) Litt. in form. Brer., die 21 Aug. 1752.
(34) Serm. de S. Tom.
(35) Beza Bucerus.
(36) Sixtus V, Bull. cit.



Nota Doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y conducta de católicos en política - Congregación para la Doctrina de la Fe


NOTA DOCTRINAL
sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política

Congregación para la Doctrina de la Fe



La Congregación para la Doctrina de la Fe, oído el parecer del Pontificio Consejo para los Laicos, ha estimado oportuno publicar la presente Nota doctrinal sobre algunas cuestiones relativas al compromiso y la conducta de los católicos en la vida política. La Nota se dirige a los Obispos de la Iglesia Católica y, de especial modo, a los políticos católicos y a todos los fieles laicos llamados a la participación en la vida pública y política en las sociedades democráticas.

I. Una enseñanza constante

1. El compromiso del cristiano en el mundo, en dos mil años de historia, se ha expresado en diferentes modos. Uno de ellos ha sido el de la participación en la acción política: Los cristianos, afirmaba un escritor eclesiástico de los primeros siglos, «cumplen todos sus deberes de ciudadanos».[1] La Iglesia venera entre sus Santos a numerosos hombres y mujeres que han servido a Dios a través de su generoso compromiso en las actividades políticas y de gobierno. Entre ellos, Santo Tomás Moro, proclamado Patrón de los Gobernantes y Políticos, que supo testimoniar hasta el martirio la «inalienable dignidad de la conciencia»[2]. Aunque sometido a diversas formas de presión psicológica, rechazó toda componenda, y sin abandonar «la constante fidelidad a la autoridad y a las instituciones»que lo distinguía, afirmó con su vida y su muerte que«el hombre no se puede separar de Dios, ni la política de la moral»[3].

Las actuales sociedades democráticas, en las que loablemente[4] todos son hechos partícipes de la gestión de la cosa pública en un clima de verdadera libertad, exigen nuevas y más amplias formas de participación en la vida pública por parte de los ciudadanos, cristianos y no cristianos. En efecto, todos pueden contribuir por medio del voto a la elección de los legisladores y gobernantes y, a través de varios modos, a la formación de las orientaciones políticas y las opciones legislativas que, según ellos, favorecen mayormente el bien común.[5] La vida en un sistema político democrático no podría desarrollarse provechosamente sin la activa, responsable y generosa participación de todos, «si bien con diversidad y complementariedad de formas, niveles, tareas y responsabilidades»[6].

Mediante el cumplimiento de los deberes civiles comunes, «de acuerdo con su conciencia cristiana»,[7] en conformidad con los valores que son congruentes con ella, los fieles laicos desarrollan también sus tareas propias de animar cristianamente el orden temporal, respetando su naturaleza y legítima autonomía,[8] y cooperando con los demás, ciudadanos según la competencia específica y bajo la propia responsabilidad.[9] Consecuencia de esta fundamental enseñanza del Concilio Vaticano II es que «los fieles laicos de ningún modo pueden abdicar de la participación en la “política”; es decir, en la multiforme y variada acción económica, social, legislativa, administrativa y cultural, destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común»,[10] que comprende la promoción y defensa de bienes tales como el orden público y la paz, la libertad y la igualdad, el respeto de la vida humana y el ambiente, la justicia, la solidaridad, etc.

La presente Nota no pretende reproponer la entera enseñanza de la Iglesia en esta materia, resumida por otra parte, en sus líneas esenciales, en el Catecismo de la Iglesia Católica, sino solamente recordar algunos principios propios de la conciencia cristiana, que inspiran el compromiso social y político de los católicos en las sociedades democráticas.[11] Y ello porque, en estos últimos tiempos, a menudo por la urgencia de los acontecimientos, han aparecido orientaciones ambiguas y posiciones discutibles, que hacen oportuna la clarificación de aspectos y dimensiones importantes de la cuestión.


II. Algunos puntos críticos en el actual debate cultural y político

2. La sociedad civil se encuentra hoy dentro de un complejo proceso cultural que marca el fin de una época y la incertidumbre por la nueva que emerge al horizonte. Las grandes conquistas de las que somos espectadores nos impulsan a comprobar el camino positivo que la humanidad ha realizado en el progreso y la adquisición de condiciones de vida más humanas. La mayor responsabilidad hacia Países en vías de desarrollo es ciertamente una señal de gran relieve, que muestra la creciente sensibilidad por el bien común. Junto a ello, no es posible callar, por otra parte, sobre los graves peligros hacia los que algunas tendencias culturales tratan de orientar las legislaciones y, por consiguiente, los comportamientos de las futuras generaciones.

Se puede verificar hoy un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético, que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral natural. Desafortunadamente, como consecuencia de esta tendencia, no es extraño hallar en declaraciones públicas afirmaciones según las cuales tal pluralismo ético es la condición de posibilidad de la democracia[12]. Ocurre así que, por una parte, los ciudadanos reivindican la más completa autonomía para sus propias preferencias morales, mientras que, por otra parte, los legisladores creen que respetan esa libertad formulando leyes que prescinden de los principios de la ética natural, limitándose a la condescendencia con ciertas orientaciones culturales o morales transitorias,[13] como si todas las posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor. Al mismo tiempo, invocando engañosamente la tolerancia, se pide a una buena parte de los ciudadanos – incluidos los católicos – que renuncien a contribuir a la vida social y política de sus propios Países, según la concepción de la persona y del bien común que consideran humanamente verdadera y justa, a través de los medios lícitos que el orden jurídico democrático pone a disposición de todos los miembros de la comunidad política. La historia del siglo XX es prueba suficiente de que la razón está de la parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista, según la cual no existe una norma moral, arraigada en la naturaleza misma del ser humano, a cuyo juicio se tiene que someter toda concepción del hombre, del bien común y del Estado.

3. Esta concepción relativista del pluralismo no tiene nada que ver con la legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir, entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común. La libertad política no está ni puede estar basada en la idea relativista según la cual todas las concepciones sobre el bien del hombre son igualmente verdaderas y tienen el mismo valor, sino sobre el hecho de que las actividades políticas apuntan caso por caso hacia la realización extremadamente concreta del verdadero bien humano y social en un contexto histórico, geográfico, económico, tecnológico y cultural bien determinado. La pluralidad de las orientaciones y soluciones, que deben ser en todo caso moralmente aceptables, surge precisamente de la concreción de los hechos particulares y de la diversidad de las circunstancias. No es tarea de la Iglesia formular soluciones concretas – y menos todavía soluciones únicas – para cuestiones temporales, que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno. Sin embargo, la Iglesia tiene el derecho y el deber de pronunciar juicios morales sobre realidades temporales cuando lo exija la fe o la ley moral.[14] Si el cristiano debe «reconocer la legítima pluralidad de opiniones temporales»,[15] también está llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral, nociva para la misma vida democrática, pues ésta tiene necesidad de fundamentos verdaderos y sólidos, esto es, de principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son “negociables”.

En el plano de la militancia política concreta, es importante hacer notar que el carácter contingente de algunas opciones en materia social, el hecho de que a menudo sean moralmente posibles diversas estrategias para realizar o garantizar un mismo valor sustancial de fondo, la posibilidad de interpretar de manera diferente algunos principios básicos de la teoría política, y la complejidad técnica de buena parte de los problemas políticos, explican el hecho de que generalmente pueda darse una pluralidad de partidos en los cuales puedan militar los católicos para ejercitar – particularmente por la representación parlamentaria – su derecho-deber de participar en la construcción de la vida civil de su País.[16] Esta obvia constatación no puede ser confundida, sin embargo, con un indistinto pluralismo en la elección de los principios morales y los valores sustanciales a los cuales se hace referencia. La legítima pluralidad de opciones temporales mantiene íntegra la matriz de la que proviene el compromiso de los católicos en la política, que hace referencia directa a la doctrina moral y social cristiana. Sobre esta enseñanza los laicos católicos están obligados a confrontarse siempre para tener la certeza de que la propia participación en la vida política esté caracterizada por una coherente responsabilidad hacia las realidades temporales.

La Iglesia es consciente de que la vía de la democracia, aunque sin duda expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las opciones políticas, sólo se hace posible en la medida en que se funda sobre una recta concepción de la persona.[17] Se trata de un principio sobre el que los católicos no pueden admitir componendas, pues de lo contrario se menoscabaría el testimonio de la fe cristiana en el mundo y la unidad y coherencia interior de los mismos fieles. La estructura democrática sobre la cual un Estado moderno pretende construirse sería sumamente frágil si no pusiera como fundamento propio la centralidad de la persona. El respeto de la persona es, por lo demás, lo que hace posible la participación democrática. Como enseña el Concilio Vaticano II, la tutela «de los derechos de la persona es condición necesaria para que los ciudadanos, como individuos o como miembros de asociaciones, puedan participar activamente en la vida y en el gobierno de la cosa pública»[18].

4. A partir de aquí se extiende la compleja red de problemáticas actuales, que no pueden compararse con las temáticas tratadas en siglos pasados. La conquista científica, en efecto, ha permitido alcanzar objetivos que sacuden la conciencia e imponen la necesidad de encontrar soluciones capaces de respetar, de manera coherente y sólida, los principios éticos. Se asiste, en cambio, a tentativos legislativos que, sin preocuparse de las consecuencias que se derivan para la existencia y el futuro de los pueblos en la formación de la cultura y los comportamientos sociales, se proponen destruir el principio de la intangibilidad de la vida humana. Los católicos, en esta grave circunstancia, tienen el derecho y el deber de intervenir para recordar el sentido más profundo de la vida y la responsabilidad que todos tienen ante ella. Juan Pablo II, en línea con la enseñanza constante de la Iglesia, ha reiterado muchas veces que quienes se comprometen directamente en la acción legislativa tienen la «precisa obligación de oponerse» a toda ley que atente contra la vida humana. Para ellos, como para todo católico, vale la imposibilidad de participar en campañas de opinión a favor de semejantes leyes, y a ninguno de ellos les está permitido apoyarlas con el propio voto.[19] Esto no impide, como enseña Juan Pablo II en la Encíclica Evangelium vitae a propósito del caso en que no fuera posible evitar o abrogar completamente una ley abortista en vigor o que está por ser sometida a votación, que «un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, pueda lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública».[20]

En tal contexto, hay que añadir que la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral. Ya que las verdades de fe constituyen una unidad inseparable, no es lógico el aislamiento de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la doctrina católica. El compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad. Ni tampoco el católico puede delegar en otros el compromiso cristiano que proviene del evangelio de Jesucristo, para que la verdad sobre el hombre y el mundo pueda ser anunciada y realizada.

Cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad. Ante estas exigencias éticas fundamentales e irrenunciables, en efecto, los creyentes deben saber que está en juego la esencia del orden moral, que concierne al bien integral de la persona. Este es el caso de las leyes civiles en materia de aborto y eutanasia (que no hay que confundir con la renuncia al ensañamiento terapéutico, que es moralmente legítima), que deben tutelar el derecho primario a la vida desde de su concepción hasta su término natural. Del mismo modo, hay que insistir en el deber de respetar y proteger los derechos del embrión humano. Análogamente, debe ser salvaguardada la tutela y la promoción de la familia, fundada en el matrimonio monogámico entre personas de sexo opuesto y protegida en su unidad y estabilidad, frente a las leyes modernas sobre el divorcio. A la familia no pueden ser jurídicamente equiparadas otras formas de convivencia, ni éstas pueden recibir, en cuánto tales, reconocimiento legal. Así también, la libertad de los padres en la educación de sus hijos es un derecho inalienable, reconocido además en las Declaraciones internacionales de los derechos humanos. Del mismo modo, se debe pensar en la tutela social de los menores y en la liberación de las víctimas de las modernas formas de esclavitud (piénsese, por ejemplo, en la droga y la explotación de la prostitución). No puede quedar fuera de este elenco el derecho a la libertad religiosa y el desarrollo de una economía que esté al servicio de la persona y del bien común, en el respeto de la justicia social, del principio de solidaridad humana y de subsidiariedad, según el cual deben ser reconocidos, respetados y promovidos «los derechos de las personas, de las familias y de las asociaciones, así como su ejercicio».[21] Finalmente, cómo no contemplar entre los citados ejemplos el gran tema de la paz. Una visión irenista e ideológica tiende a veces a secularizar el valor de la paz mientras, en otros casos, se cede a un juicio ético sumario, olvidando la complejidad de las razones en cuestión. La paz es siempre «obra de la justicia y efecto de la caridad»;[22] exige el rechazo radical y absoluto de la violencia y el terrorismo, y requiere un compromiso constante y vigilante por parte de los que tienen la responsabilidad política.


III. Principios de la doctrina católica acerca del laicismo y el pluralismo

5. Ante estas problemáticas, si bien es lícito pensar en la utilización de una pluralidad de metodologías que reflejen sensibilidades y culturas diferentes, ningún fiel puede, sin embargo, apelar al principio del pluralismo y autonomía de los laicos en política, para favorecer soluciones que comprometan o menoscaben la salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad. No se trata en sí de “valores confesionales”, pues tales exigencias éticas están radicadas en el ser humano y pertenecen a la ley moral natural. Éstas no exigen de suyo en quien las defiende una profesión de fe cristiana, si bien la doctrina de la Iglesia las confirma y tutela siempre y en todas partes, como servicio desinteresado a la verdad sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil. Por lo demás, no se puede negar que la política debe hacer también referencia a principios dotados de valor absoluto, precisamente porque están al servicio de la dignidad de la persona y del verdadero progreso humano.

6. La frecuentemente referencia a la “laicidad”, que debería guiar el compromiso de los católicos, requiere una clarificación no solamente terminológica. La promoción en conciencia del bien común de la sociedad política no tiene nada qué ver con la “confesionalidad” o la intolerancia religiosa. Para la doctrina moral católica, la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica – nunca de la esfera moral –, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia, y pertenece al patrimonio de civilización alcanzado.[23] Juan Pablo II ha puesto varias veces en guardia contra los peligros derivados de cualquier tipo de confusión entre la esfera religiosa y la esfera política. «Son particularmente delicadas las situaciones en las que una norma específicamente religiosa se convierte o tiende a convertirse en ley del Estado, sin que se tenga en debida cuenta la distinción entre las competencias de la religión y las de la sociedad política. Identificar la ley religiosa con la civil puede, de hecho, sofocar la libertad religiosa e incluso limitar o negar otros derechos humanos inalienables».[24] Todos los fieles son bien conscientes de que los actos específicamente religiosos (profesión de fe, cumplimiento de actos de culto y sacramentos, doctrinas teológicas, comunicación recíproca entre las autoridades religiosas y los fieles, etc.) quedan fuera de la competencia del Estado, el cual no debe entrometerse ni para exigirlos o para impedirlos, salvo por razones de orden público. El reconocimiento de los derechos civiles y políticos, y la administración de servicios públicos no pueden ser condicionados por convicciones o prestaciones de naturaleza religiosa por parte de los ciudadanos.

Una cuestión completamente diferente es el derecho-deber que tienen los ciudadanos católicos, como todos los demás, de buscar sinceramente la verdad y promover y defender, con medios lícitos, las verdades morales sobre la vida social, la justicia, la libertad, el respeto a la vida y todos los demás derechos de la persona. El hecho de que algunas de estas verdades también sean enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad civil y la “laicidad” del compromiso de quienes se identifican con ellas, independientemente del papel que la búsqueda racional y la confirmación procedente de la fe hayan desarrollado en la adquisición de tales convicciones. En efecto, la “laicidad” indica en primer lugar la actitud de quien respeta las verdades que emanan del conocimiento natural sobre el hombre que vive en sociedad, aunque tales verdades sean enseñadas al mismo tiempo por una religión específica, pues la verdad es una. Sería un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia.

Con su intervención en este ámbito, el Magisterio de la Iglesia no quiere ejercer un poder político ni eliminar la libertad de opinión de los católicos sobre cuestiones contingentes. Busca, en cambio –en cumplimiento de su deber– instruir e iluminar la conciencia de los fieles, sobre todo de los que están comprometidos en la vida política, para que su acción esté siempre al servicio de la promoción integral de la persona y del bien común. La enseñanza social de la Iglesia no es una intromisión en el gobierno de los diferentes Países. Plantea ciertamente, en la conciencia única y unitaria de los fieles laicos, un deber moral de coherencia. «En su existencia no puede haber dos vidas paralelas: por una parte, la denominada vida “espiritual”, con sus valores y exigencias; y por otra, la denominada vida “secular”, esto es, la vida de familia, del trabajo, de las relaciones sociales, del compromiso político y de la cultura. El sarmiento, arraigado en la vid que es Cristo, da fruto en cada sector de la acción y de la existencia. En efecto, todos los campos de la vida laical entran en el designio de Dios, que los quiere como el “lugar histórico” de la manifestación y realización de la caridad de Jesucristo para gloria del Padre y servicio a los hermanos. Toda actividad, situación, esfuerzo concreto –como por ejemplo la competencia profesional y la solidaridad en el trabajo, el amor y la entrega a la familia y a la educación de los hijos, el servicio social y político, la propuesta de la verdad en el ámbito de la cultura– constituye una ocasión providencial para un “continuo ejercicio de la fe, de la esperanza y de la caridad”».[25] Vivir y actuar políticamente en conformidad con la propia conciencia no es un acomodarse en posiciones extrañas al compromiso político o en una forma de confesionalidad, sino expresión de la aportación de los cristianos para que, a través de la política, se instaure un ordenamiento social más justo y coherente con la dignidad de la persona humana.

En las sociedades democráticas todas las propuestas son discutidas y examinadas libremente. Aquellos que, en nombre del respeto de la conciencia individual, pretendieran ver en el deber moral de los cristianos de ser coherentes con la propia conciencia un motivo para descalificarlos políticamente, negándoles la legitimidad de actuar en política de acuerdo con las propias convicciones acerca del bien común, incurrirían en una forma de laicismo intolerante. En esta perspectiva, en efecto, se quiere negar no sólo la relevancia política y cultural de la fe cristiana, sino hasta la misma posibilidad de una ética natural. Si así fuera, se abriría el camino a una anarquía moral, que no podría identificarse nunca con forma alguna de legítimo pluralismo. El abuso del más fuerte sobre el débil sería la consecuencia obvia de esta actitud. La marginalización del Cristianismo, por otra parte, no favorecería ciertamente el futuro de proyecto alguno de sociedad ni la concordia entre los pueblos, sino que pondría más bien en peligro los mismos fundamentos espirituales y culturales de la civilización.[26]


IV. Consideraciones sobre aspectos particulares

7. En circunstancias recientes ha ocurrido que, incluso en el seno de algunas asociaciones u organizaciones de inspiración católica, han surgido orientaciones de apoyo a fuerzas y movimientos políticos que han expresado posiciones contrarias a la enseñanza moral y social de la Iglesia en cuestiones éticas fundamentales. Tales opciones y posiciones, siendo contradictorios con los principios básicos de la conciencia cristiana, son incompatibles con la pertenencia a asociaciones u organizaciones que se definen católicas. Análogamente, hay que hacer notar que en ciertos países algunas revistas y periódicos católicos, en ocasión de toma de decisiones políticas, han orientado a los lectores de manera ambigua e incoherente, induciendo a error acerca del sentido de la autonomía de los católicos en política y sin tener en consideración los principios a los que se ha hecho referencia.

La fe en Jesucristo, que se ha definido a sí mismo «camino, verdad y vida» (Jn 14,6), exige a los cristianos el esfuerzo de entregarse con mayor diligencia en la construcción de una cultura que, inspirada en el Evangelio, reproponga el patrimonio de valores y contenidos de la Tradición católica. La necesidad de presentar en términos culturales modernos el fruto de la herencia espiritual, intelectual y moral del catolicismo se presenta hoy con urgencia impostergable, para evitar además, entre otras cosas, una diáspora cultural de los católicos. Por otra parte, el espesor cultural alcanzado y la madura experiencia de compromiso político que los católicos han sabido desarrollar en distintos países, especialmente en los decenios posteriores a la Segunda Guerra Mundial, no deben provocar complejo alguno de inferioridad frente a otras propuestas que la historia reciente ha demostrado débiles o radicalmente fallidas. Es insuficiente y reductivo pensar que el compromiso social de los católicos se deba limitar a una simple transformación de las estructuras, pues si en la base no hay una cultura capaz de acoger, justificar y proyectar las instancias que derivan de la fe y la moral, las transformaciones se apoyarán siempre sobre fundamentos frágiles.

La fe nunca ha pretendido encerrar los contenidos socio-políticos en un esquema rígido, conciente de que la dimensión histórica en la que el hombre vive impone verificar la presencia de situaciones imperfectas y a menudo rápidamente mutables. Bajo este aspecto deben ser rechazadas las posiciones políticas y los comportamientos que se inspiran en una visión utópica, la cual, cambiando la tradición de la fe bíblica en una especie de profetismo sin Dios, instrumentaliza el mensaje religioso, dirigiendo la conciencia hacia una esperanza solamente terrena, que anula o redimensiona la tensión cristiana hacia la vida eterna.

Al mismo tiempo, la Iglesia enseña que la auténtica libertad no existe sin la verdad. «Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente», ha escrito Juan Pablo II.[27] En una sociedad donde no se llama la atención sobre la verdad ni se la trata de alcanzar, se debilita toda forma de ejercicio auténtico de la libertad, abriendo el camino al libertinaje y al individualismo, perjudiciales para la tutela del bien de la persona y de la entera sociedad.

8. En tal sentido, es bueno recordar una verdad que hoy la opinión pública corriente no siempre percibe o formula con exactitud: El derecho a la libertad de conciencia, y en especial a la libertad religiosa, proclamada por la Declaración Dignitatis humanæ del Concilio Vaticano II, se basa en la dignidad ontológica de la persona humana, y de ningún modo en una inexistente igualdad entre las religiones y los sistemas culturales.[28] En esta línea, el Papa Pablo VI ha afirmado que «el Concilio de ningún modo funda este derecho a la libertad religiosa sobre el supuesto hecho de que todas las religiones y todas las doctrinas, incluso erróneas, tendrían un valor más o menos igual; lo funda en cambio sobre la dignidad de la persona humana, la cual exige no ser sometida a contradicciones externas, que tienden a oprimir la conciencia en la búsqueda de la verdadera religión y en la adhesión a ella».[29] La afirmación de la libertad de conciencia y de la libertad religiosa, por lo tanto, no contradice en nada la condena del indiferentísimo y del relativismo religioso por parte de la doctrina católica,[30] sino que le es plenamente coherente.


V. Conclusión

9. Las orientaciones contenidas en la presente Nota quieren iluminar uno de los aspectos más importantes de la unidad de vida que caracteriza al cristiano: La coherencia entre fe y vida, entre evangelio y cultura, recordada por el Concilio Vaticano II. Éste exhorta a los fieles a «cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico. Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno». Alégrense los fieles cristianos«de poder ejercer todas sus actividades temporales haciendo una síntesis vital del esfuerzo humano, familiar, profesional, científico o técnico, con los valores religiosos, bajo cuya altísima jerarquía todo coopera a la gloria de Dios».[31]

El Sumo Pontífice Juan Pablo II, en la audiencia del 21 de noviembre de 2002, ha aprobado la presente Nota, decidida en la Sesión Ordinaria de esta Congregación, y ha ordenado que sea publicada.

Dado en Roma, en la sede de la Congregación por la Doctrina de la Fe, el 24 de noviembre de 2002, Solemnidad de N. S Jesús Cristo, Rey del universo.


+ JOSEPH CARD. RATZINGER

Prefecto


+ TARCISIO BERTONE, S.D.B.

Arzobispo emérito de VercelliSecretario


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Notas
[1] CARTA A DIOGNETO, 5, 5, Cfr. Ver también Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2240.
[2] JUAN PABLO II, Carta Encíclica Motu Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de los Gobernantes y Políticos, n. 1, AAS 93 (2001) 76-80.
[3] JUAN PABLO II, Carta Encíclica Motu Proprio dada para la proclamación de Santo Tomás Moro Patrón de los Gobernantes y Políticos, n. 4.
[4] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 31; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1915.
[5] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 75.
[6] JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 42, AAS 81 (1989) 393-521. Esta nota doctrinal se refiere obviamente al compromiso político de los fieles laicos. Los Pastores tienen el derecho y el deber de proponer los principios morales también en el orden social; «sin embargo, la participación activa en los partidos políticos está reservada a los laicos» (JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 69). Cfr. Ver también CONGREGACIÓN PARA EL CLERO, Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 31-I-1994, n. 33.
[7] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 76.
[8] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 36.
[9] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Decreto Apostolicam actuositatem, 7; Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 36 y Constitución Pastoral Gaudium et spes, nn. 31 y 43.
[10] JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 42.
[11] En los últimos dos siglos, muchas veces el Magisterio Pontificio se ha ocupado de las cuestiones principales acerca del orden social y político. Cfr. LEÓN XIII, Carta Encíclica Diuturnum illud, ASS 20 (1881/82) 4ss; Carta Encíclica Immortale Dei, ASS 18 (1885/86) 162ss, Carta Encíclica Libertas præstantissimum, ASS 20 (1887/88) 593ss; Carta Encíclica Rerum novarum, ASS 23 (1890/91) 643ss; BENEDICTO XV, Carta Encíclica Pacem Dei munus pulcherrimum, AAS 12 (1920) 209ss; PÍO XI, Carta Encíclica Quadragesimo anno, AAS 23 (1931) 190ss; Carta Encíclica Mit brennender Sorge, AAS 29 (1937) 145-167; Carta Encíclica Divini Redemptoris, AAS 29 (1937) 78ss; PÍO XII, Carta Encíclica Summi Pontificatus, AAS 31 (1939) 423ss; Radiomessaggi natalizi 1941-1944; JUAN XXIII, Carta Encíclica Mater et magistra, AAS 53 (1961) 401-464; Carta Encíclica Pacem in terris AAS 55 (1963) 257-304; PABLO VI, Carta Encíclica Populorum progressio, AAS 59 (1967) 257-299; Carta Apostólica Octogesima adveniens, AAS 63 (1971) 401-441.
[12] Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Centesimus annus, n. 46, AAS 83 (1991) 793-867; Carta Encíclica Veritatis splendor, n. 101, AAS 85 (1993) 1133-1228; Discurso al Parlamento Italiano en sesión pública conjunta, en L’Osservatore Romano, n. 5, 14-XI-2002.
[13] Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium vitæ, n. 22, AAS 87 (1995) 401-522.
[14] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 76.
[15] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 75.
[16] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, nn. 43 y 75.
[17] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 25.
[18] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 73.
[19] Cfr. JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium vitæ, n. 73.
[20] JUAN PABLO II, Carta Encíclica Evangelium vitæ, n. 73.
[21] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 75.
[22] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2304
[23] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 76.
[24] JUAN PABLO II, Mensaje para la celebración de la Jornada Mundial de la Paz 1991: “Si quieres la paz, respeta la conciencia de cada hombre”, IV, AAS 83 (1991) 410-421.
[25] JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 59. La citación interna proviene del Concilio Vaticano II, Decreto Apostolicam actuositatem, n. 4
[26] Cfr. JUAN PABLO II, Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede, en L’Osservatore Romano, 11 de enero de 2002.
[27] JUAN PABLO II, Carta Encíclica Fides et ratio, n. 90, AAS 91 (1999) 5-88.
[28] Cfr. CONCILIO VATICANO II, Declaración Dignitatis humanae, n. 1: «En primer lugar, profesa el sagrado Concilio que Dios manifestó al género humano el camino por el que, sirviéndole, pueden los hombres salvarse y ser felices en Cristo. Creemos que esta única y verdadera religión subsiste en la Iglesia Católica». Eso no quita que la Iglesia considere con sincero respeto las varias tradiciones religiosas, más bien reconoce «todo lo bueno y verdadero» presentes en ellas. Cfr. CONCILIO VATICANO II,Constitución Dogmática Lumen gentium, n. 16; Decreto Ad gentes, n. 11; Declaración Nostra ætate, n. 2; JUAN PABLOII, Carta Encíclica Redemptoris missio, n. 55, AAS 83 (1991) 249-340; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, DeclaraciónDominus Iesus, nn. 2; 8; 21, AAS 92 (2000) 742-765.
[29] PABLO VI, Discurso al Sacro Colegio y a la Prelatura Romana, en «Insegnamenti di Paolo VI» 14 (1976), 1088-1089).
[30] Cfr. PÍO IX, Carta Encíclica Quanta cura, ASS 3 (1867) 162; LEÓN XIII, Carta Encíclica Immortale Dei, ASS 18 (1885) 170-171; PÍO XI, Carta Encíclica Quas primas, AAS 17 (1925) 604-605; Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2108; CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA DE LA FE, Declaración Dominus Iesus, n. 22.
[31] CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, n 43. Cfr. también JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Christifideles laici, n. 59.
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