martes, 23 de septiembre de 2008

La doctrina tomista sobre el alma - Juan Pablo II


La doctrina tomista sobre el alma en relación con los problemas y con los valores de nuestro tiempo
Juan Pablo II



La causa del hombre
1. Estoy muy contento de encontrarme con vosotros, miembros de la Sociedad "Santo Tomás de Aquino", y con todos vosotros, participantes en este Congreso internacional, organizado por dicha Sociedad, para profundizar en la doctrina tomista sobre el alma, en relación con los problemas y con los valores de nuestro tiempo.
No puedo dejar de expresar mi complacencia por esta iniciativa, que ciertamente aportará una considerable contribución a la causa del hombre y al servicio de la Iglesia. Aprecio especialmente el intento general de vuestra Sociedad de promover e incrementar el estudio del Doctor Angélico, que en el campo de la teología sistemática y especulativa siempre ha sido objeto, por parte del Magisterio de la Iglesia, de especiales alabanzas y exhortaciones, hasta las tan conocidas indicaciones del último Concilio en el campo específico de la formación sacerdotal (Optatam totius, 16).
He tenido la alegría de pertenecer a vuestra Sociedad desde su fundación, determinada en el Congreso tomista de 1974, en el cual tomé parte.
Y otro motivo que me hace sentir cordialmente cerca de vosotros es el recuerdo de las palabras que dirigí a los participantes en el Congreso organizado en 1979 para conmemorar el I centenario de la gran Encíclica de León XIII, Aeterni Patris, que dio un impulso tan fuerte al desarrollo de los estudios tomistas y, en general, al progreso y a la confirmación de la filosofía cristiana y de la formación doctrinal de los Pastores y de los fieles.
Saludo muy cordialmente a todos los congresistas, de manera especial a los actuales dirigentes de la Sociedad: al P. Damian Byrne, maestro general de los dominicos, presidente; al P. Abelardo Lobato, director; y al P. Daniel Ols, secretario.

Imagen de Dios
2. El problema del alma está vinculado a la pregunta que el hombre siempre se hace sobre el sentido profundo de su ser y sobre el principio de su vivir, de su pensar y de su obrar. En todos los tiempos el hombre es para sí mismo un gran interrogante. El hombre ha nacido para la verdad y con profunda inquietud busca la verdad sobre el hombre y la respuesta a la pregunta formulada así por San Agustín: Quid sum ergo, Deus meus? Quae natura mea? (¿Qué soy yo, Dios mío? ¿Cuál es mi naturaleza?) (Conf., X, 17, 26). El hombre conoce algo de sí mismo, pero ignora mucho más que desea conocer.
Hoy más que nunca son numerosas las manifestaciones de la actividad humana, lo cual suscita más que nunca el problema de determinar mejor su origen común y el criterio de su coordinación y de su valor: y esto no es otra cosa que plantearse la cuestión del alma.
Esta investigación nos coloca ante un gran misterio, y nos descubre qué desconocidos somos de nosotros mismos: "Camina, camina -decía Eráclito-, quizás jamás llegarás a alcanzar los confines del alma, por más que recorras sus senderos. Tan profundo es su logos " (DIELS, Die Fragmente der Vorsokratiker, 22B45, Berlín 1951). Y de hecho -como decía Santo Tomás (S. Th., I, 3, 1, 2m; 93, 2, c; 4, c., 1m; 6, c., 2m; I-II, prol.; I Sent., D. III, q. 3, o.; II Sent. D. XVI, q. 3, o.; D. XXXIV, q. 1, 1, 1m; Cont. Gent., IV, c. 26, De Ver., q. X, a. 7, c.)-, es precisamente en el alma donde se encuentra la "imagen de Dios", que hace al hombre "semejante" al Creador; y, por eso, gracias al alma existe en el hombre -creatura finita- una cierta infinitud, si no en sus propias acciones, sí en sus aspiraciones.
El conocimiento de poseer un alma tiene algo de paradójico, porque parece ser al mismo tiempo un dato casi inmediato y evidente de la experiencia interior, vital y existencial, y al mismo tiempo, como he dicho, un problema teorético muy oscuro y difícil, en el cual naufragaron -es un decir- hasta grandes pensadores.
Santo Tomás expresa muy bien esta doble y sorprendente constatación, cuando dice: Secundum hoc scientia de anima est certissima, quod unusquisque in seipso experitur se animam habere et actus animae sibi inesse; sed cognoscere quid sit anima difficillimum est (De Ver., q. X, a. 8, 8m) (el conocimiento sobre el alma es certísimo, porque cada uno en sí mismo experienta que tiene un alma y que esta alma tiene acciones; pero conocer qué sea el alma es dificilísimo); y añade: Requiritur diligens et subtilis inquisitio (S. Th., I, 87, 1) (se requiere una búsqueda diligente y sutil). Un trabajo fatigoso y arriesgado, pero no inútil, sobre todo si es realizado, como vosotros intentáis hacerlo, sirviéndoos también de las luces procedentes de la divina Revelación y del Magisterio de la Iglesia.

La antropología
3. El programa de vuestro Congreso relaciona el gran tema del alma con la más amplia y compleja realidad del problema antropológico.
Hoy día en el mundo de la cultura es fuerte la exigencia de evitar una antropología "dualista", que contrapone el alma y el cuerpo de una forma casi hostil. A la luz de la enseñanza bíblica, se afirma con fuerza la unidad psicofísica del ser humano. La misma exigencia está presente en Santo Tomás, y -como dije en una audiencia general de 1981 (2 de diciembre)- consiste en que él "en su antropología metafísica (y a la vez teológica) prescindió de la concepción filosófica de Platón sobre la relación entre el alma y el cuerpo, y se acercó al pensamiento de Aristóteles". En efecto, como admite Santo Tomás, el hombre en verdad padece una división interna entre la "carne" y el "espíritu". Sin embargo, según el de Aquino, esta oposición interna y dolorosa es "antinatural", porque es consecuencia del pecado; mientras que la exigencia profunda del hombre de la unidad y de la armonía entre la vida física y la espiritual es satisfecha por la vida de la gracia.
El Doctor Angélico, en su tratado De homine, qui ex spirituali et corporali substantia componitur (S. Th., I, 75, prol.), refleja claramente las enseñanzas del Concilio Lateranense IV, que entonces estaban recientes: presentaban la naturaleza humana como intermedia entre la naturaleza puramente espiritual o angélica, y la naturaleza puramente corporal, quasi communem ex spiritu et corpore constitutam (De fide catholica, Dz. 800) (como común a ambas, constituida de espíritu y cuerpo). Por tanto, distinción real y esencial entre el alma y el cuerpo. El hombre para el Doctor universal es essentia composita (S. Th., I, 76, 1) (una esencia compuesta), substantia composita (Cont. Gent., II, c. 68) (una substancia compuesta). Pero su ser es solamente uno: Unum esse substantiae intellectualis et materiae corporalis (ib.) (una sola existencia de substancia intelectual y materia corporal). Unum esse formae et materiae (ib.) (una sola existencia de forma y materia), donde el alma es "la forma" y el cuerpo, "la materia".
Efectivamente, como se sabe, con su famosa doctrina del alma espiritual como "forma sustancial" del cuerpo, Santo Tomás solucionó el arduo problema de la relación entre el alma y el cuerpo que salvase, por una parte la distinción de los componentes esenciales, y por otra la unidad del ser personal del hombre. Y es igualmente sabido que esta doctrina, y también la de la inmortalidad del alma humana, fue confirmada por dos sucesivos Concilios Ecuménicos (Lateranense IV y V), y después pasó a ser patrimonio de la fe católica. La doctrina antropológica como "la unidad del alma y del cuerpo" ha sido tomada de nuevo por el Concilio Vaticano II; por tanto, este Concilio puede encontrar en el pensamiento del Doctor Angélico un intérprete particularmente adecuado.

La existencia humana
4. Pero la antropología tomista no se reduce a la consideración abstracta de la naturaleza humana; sino que muestra también, sobre la base de la experiencia y, sobre todo, de las enseñanzas de la Revelación, una notable sensibilidad -tan apreciada por los modernos- hacia la condición concreta e histórica de la persona humana -según diríamos hoy-, por su "situación existencial" de criatura herida por el pecado y redimida por la sangre de Cristo, por la originalidad y la dignidad de cada persona, por su aspecto dinámico y moral, y, finalmente, por la "fenomenología" de la existencia humana, dicho con una expresión hoy en boga. En efecto, dice Santo Tomás: Perfectissimum autem est ipsum individuum generatum, quod in generatione humana est hypostasis, vel persona, ad cuius constitutionem ordinatur et anima et corpus (Cont. Gent., IV, c. 44) (Lo perfectísimo es el individuo engendrado, que en la generación humana es la hypóstasis o persona, a cuya constitución se ordenan el alma y el cuerpo).
Para comprender el aprecio que el Doctor Angélico tiene de la realidad personal, debemos tener presente su metafísica, en la que el ser, entendido como "acto de ser" (esse ut actus), constituye la máxima perfección. Ahora bien, la persona todavía más que la "naturaleza" y que la "esencia", mediante el acto de ser que la hace subsistir, se eleva exactamente al sumo de la perfección del ser y de la realidad, y, por lo tanto, del bien y del valor.

La persona
5. Si la doctrina de la naturaleza humana como "unidad de alma y cuerpo" explica en el Doctor universal la inteligibilidad del ser humano y de su historia, la doctrina de la persona nos orienta de una manera especial desde el punto de vista ético y de aquel que es el camino concreto del hombre en el plan de la creación y de la salvación cristiana.
Así en la antropología de Santo Tomás encontramos ampliamente satisfechas, sea la exigencia del análisis sutil y sistemático, sea la de dar fundamento y justificación a los más elevados valores de la persona -hoy tan fuertemente invocados-, como el valor de la conciencia moral, de los derechos inalienables, de la justicia, de la libertad y de la paz; en fin, todo lo que contribuye a poner en evidencia el verdadero bien del hombre redimido por Cristo, para que recuperase la dignidad perdida y alcanzara la condición de hijo de Dios. La antropología de Santo Tomás siempre une estrechamente la consideración de la "naturaleza" y la de la "persona", de tal modo que la naturaleza funda los valores objetivos de la persona, y ésta da un significado real a los valores universales de la naturaleza.
La doctrina del alma está en el centro de la antropología tomista; pero esta antropología no podría ser entendida en su preciso significado y en su verdadera amplitud -y ni siquiera la doctrina del alma-, sin hacer referencia, como hizo el Doctor Angélico, no solamente a nociones de carácter racional -metafísico o cosmológico-, sino también, y en definitiva, a los datos provenientes de la Revelación bíblica y de las enseñanzas de la Iglesia.

"Eclesialidad" del pensamiento tomista
6. Santo Tomás, porque fue tan fiel y dócil al Magisterio eclesial, pudo ofrecer a la Iglesia y a las almas un preciosísimo servicio doctrinal, que a su tiempo le hizo merecedor del título de "Doctor universal".
La profunda "eclesialidad" del pensamiento tomista le libra de estrecheces, de la caducidad y del hermetismo, y le hace sumamente abierto y dispuesto a un progreso ilimitado, capaz de asimilar los valores nuevos y auténticos que surjan en la historia de cualquier cultura. También en esta ocasión quiero repetir lo siguiente: Es tarea principal de los discípulos del Aquinate, y especialmente de vuestra Sociedad, saber tomar y conservar esta "alma" universal y perenne del pensamiento tomista, y actualizarla hoy en un diálogo y en una confrontación constructiva con las culturas contemporáneas, de forma que se puedan asumir sus valores, rechazando los errores.
La antropología tomista encuentra su culminación y su inspiración teológica de fondo en el tratado sobre la humanidad de Cristo. El análisis y la interpretación de este sublime misterio de la salvación llevó al Doctor Angélico a afinar y a profundizar admirable e inmejorablemente las nociones de su antropología, que han llegado así a servir extraordinariamente aun en el campo puramente racional y en el orden humano y natural. Por el contrario, este sutil instrumento de investigación puede ser también hoy muy útil para proponer los verdaderos perfiles de una auténtica cristología criticando sus deformaciones.
Con estos sentimientos y deseos, imploro abundantes favores celestiales sobre los trabajos y conclusiones de esta vuestra iniciativa cultural, mientras cordialmente imparto a todos vosotros una bendición especial


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( Discurso al Congreso Internacional "De anima in doctrina Sancti Thomae de homine", en L’Osservatore Romano, 23.3.1986, p. 23).

miércoles, 17 de septiembre de 2008

Una teoría de la fiesta - Josef Pieper


"Una teoría de la fiesta"

Josef Pieper

Alfonso Carlos Amaritriain


Un libro breve, intenso y profético: la fiesta es afirmar el gozo de existir, frente al nihilismo, frente a la disipación.

Bajo la colección de la Biblioteca del cincuentenario, Rialp reedita la presente obra de Pieper que vio la luz allá por 1974. Aunque el texto es original de 1963.

El lector encontrará un texto magnífico, breve pero intenso. Cada párrafo, cada frase, contiene una idea digna de ser meditada.

Pieper inicia una búsqueda compleja e inagotable para intentar dilucidar el verdadero sentido de la “fiesta”. Hasta llegar a definiciones como que la fiesta es: “celebrar por un motivo especial y de un modo no cotidiano la afirmación del mundo hecha ya una vez y repetida todos los días”, el lector recorrerá senderos de distinciones de alto nivel.

La fiesta tiene muchos elementos, organización, alegría, liturgia, pero no se han de confundir con lo esencial de ella. Esta necesidad de afirma el mundo,
la creación, en cuanto que don, y distinguida de lo ordinario, permite ver en la fiesta lo contrario del nihilismo.
Sólo las sociedades pueden vivir lo festivo si se encuentran alejadas de una cultura nihilista que fácilmente falsifica la fiesta. Por eso, y el tema no es baladí, el mundo actual –intentará demostrar Pieper- se aleja de la fiesta y la sustituye con sucedáneos.
Lejos del “ocio” en sentido clásico (contemplación), las fiestas actuales son “otra forma de actividad, otra forma de trabajo”. Por eso las fiestas modernas “cansan”.

Sin pretender hacer teología, más bien evitándolo, y prefiriendo el análisis filosófico, cultural y etimológico, Pieper concluye que sólo la “fiesta religiosa”, como la vivió el Occidente cristiano, puede llamarse plenamente “fiesta”.
Por eso, no es de extrañar que las revoluciones políticas anticristianas hayan intentado celebrar “fiestas”. Pero paradójicamente –así lo intentó el comunismo- la fiesta se transforma especialmente en una “fiesta del trabajo”.
Antes, la Revolución francesa intentó recrear la “fiesta del Ser Supremo” como sustituto de las fiestas cristianas. A ello le dedica Pieper un más que interesante capítulo.

Otra de las joyas –aunque somera- que encontramos es la relación que establece Pieper entre la fiesta y el arte. Por eso, “Allí donde se rehúse la afirmación del mundo de forma expresa y, lo que no es fácil, consecuente, allí se destruye en el mismo momento la raíz tanto de la fiesta como de las artes". Ya se ha dicho hace tiempo en sombríos diagnósticos que en una existencia fundada sobre la negación la fiesta termina por ser una caricatura de sí misma.

Escrita hace más de cuarenta años, esta obra se torna profética cuando vemos cómo aquel sentido festivo que reinó en nuestra sociedad, hoy ha sido sustituido por formas desmedidas y destructivas de falso entretenimiento. Conviene meditar sobre ello y estas páginas le ayudarán, y mucho.
Rialp
115 páginas


Romano Guardini, maestro de vida - Alfonso López Quintás


"Romano Guardini, maestro de vida"
Alfonso López Quintás

Alfonso López Quintás, discípulo y gran difusor de la obra de Romano Guardini, nos ofrece una imagen completa, brillante y atractiva de este pensador. En la primera parte elabora un perfil biográfico, y en la segunda, una síntesis de su mensaje, de su proyecto de vida y de los principales temas de su pensamiento. Todo este conjunto de vivencias y reflexiones configura como "maestro de vida" a esta importante personalidad del siglo XX. En el momento actual de "retorno a Guardini", esta obra va a prestar una ayuda inestimable no sólo por los innumerables datos que aporta, sino, sobre todo, porque nos introduce con entusiasmo contagioso en el sentido profundo de las principales obras del autor.

PALABRA
Edición rústica
416 páginas


jueves, 11 de septiembre de 2008

Fe, Verdad y Cultura - Cardenal Joseph Ratzinger


Fe, Verdad y Cultura
Reflexiones a propósito de la Encíclica «Fides et Ratio»
Cardenal Joseph Ratzinger


Conferencia del Cardenal Joseph Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el 16 de febrero de 2000, en Madrid (España), dentro de los actos del Primer Congreso Teológico Internacional, organizado por la Facultad de Teología «San Dámaso», sobre la Encíclica «Fides et ratio» que Juan Pablo II dedicó a las relaciones entre fe y razón. 


¿De qué se trata, en el fondo, en la Encíclica "Fides et ratio"? ¿Es un documento sólo para especialistas, un intento de renovar desde la perspectiva cristiana una disciplina en crisis, la filosofía, y, por tanto, interesante sólo para filósofos, o plantea una cuestión que nos afecta a todos? Dicho de otra manera: ¿necesita la fe realmente de la filosofía, o la fe -que en palabras de San Ambrosio fue confiada a pescadores y no a dialécticos- es completamente independiente de la existencia o no existencia de una filosofía abierta en relación a ella? Si se contempla la filosofía sólo como una disciplina académica entre otras, entonces la fe es de hecho independiente de ella. Pero el Papa entiende la filosofía en un sentido mucho más amplio y conforme a su origen. La filosofía se pregunta si el hombre puede conocer la verdad, las verdades fundamentales sobre sí mismo, sobre su origen y su futuro, o si vive en una penumbra que no es posible esclarecer y tiene que recluirse, a la postre, en la cuestión de lo útil. Lo propio de la fe cristiana en el mundo de las religiones es que sostiene que nos dice la verdad sobre Dios, el mundo y el hombre, y que pretende ser la "religio vera", la religión de la verdad.

"Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida": en estas palabras de Cristo según el Evangelio de Juan (14, 6) está expresada la pretensión fundamental de la fe cristiana. De esta pretensión brota el impulso misionero de la fe: sólo si la fe cristiana es verdad, afecta a todos los hombres; si es sólo una variante cultural de las experiencias religiosas del hombre, cifradas en símbolos y nunca descifradas, entonces tiene que permanecer en su cultura y dejar a las otras en la suya.

Pero esto significa lo siguiente: la cuestión de la verdad es la cuestión esencial de la fe cristiana, y, en este sentido, la fe tiene que ver inevitablemente con la filosofía. Si debiera caracterizar brevemente la intención última de la encíclica, diría que ésta quisiera rehabilitar la cuestión de la verdad en un mundo marcado por el relativismo; en la situación de la ciencia actual, que ciertamente busca verdades pero descalifica como no científica la cuestión de la verdad, la encíclica quisiera hacer valer dicha cuestión como tarea racional y científica, porque, en caso contrario, la fe pierde el aire en que respira. La encíclica quisiera sencillamente animar de nuevo a la aventura de la verdad. De este modo, habla de lo que está más allá del ámbito de la fe, pero también de lo que está en el centro del mundo de la fe.

miércoles, 10 de septiembre de 2008

Fides et Ratio - Juan Pablo II

Fides et Ratio
Juan Pablo II


Carta Encíclica a los Obispos de la Iglesia Católica
sobre las relaciones entre la Fe y la Razón 
(14. 09. 1998)


Venerables hermanos en el Episcopado:
¡salud y bendición apostólica!


Introducción
«Conócete a ti mismo»

La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2).


1. Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que, a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino que se ha desarrollado —no podía ser de otro modo— dentro del horizonte de la autoconciencia personal: el hombre cuanto más conoce la realidad y el mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad, le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del templo de Delfos, para testimoniar una verdad fundamental que debe ser asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse, en medio de toda la creación, calificándose como «hombre» precisamente en cuanto «conocedor de sí mismo».

Por lo demás, una simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el mal? ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen también en los Veda y en los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio e Lao-Tze y en la predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles, así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la existencia.


2. La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad [1]. Por una parte, esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que la humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad [2]; y por otra, la obliga a responsabilizarse del anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda verdad alcanzada es sólo una etapa hacia aquella verdad total que se manifestará en la revelación última de Dios: «Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido» (1 Co 13, 12).


3. El hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer cada vez más humana la propia existencia. Entre estos destaca la filosofía, que contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta: ésta, en efecto, se configura como una de las tareas más nobles de la humanidad. El término filosofía según la etimología griega significa «amor a la sabiduría». De hecho, la filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre el por qué de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse sobre el por qué de las cosas es inherente a su razón, aunque las respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone en evidencia la complementariedad de las diferentes culturas en las que vive el hombre.

La gran incidencia que la filosofía ha tenido en la formación y en el desarrollo de las culturas en Occidente no debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos de concebir la existencia también en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una sabiduría originaria y autóctona que, como auténtica riqueza de las culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente filosóficas. Que esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma básica del saber filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable incluso en los postulados en los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e internacionales para regular la vida social.


4. De todos modos, se ha de destacar que detrás de cada término se esconden significados diversos. Por tanto, es necesaria una explicitación preliminar. Movido por el deseo de descubrir la verdad última sobre la existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales que le permiten comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal.

La capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a través de la actividad filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter orgánico de los contenidos, un saber sistemático. Gracias a este proceso, en diferentes contextos culturales y en diversas épocas, se han alcanzado resultados que han llevado a la elaboración de verdaderos sistemas de pensamiento. Históricamente esto ha provocado a menudo la tentación de identificar una sola corriente con todo el pensamiento filosófico. Pero es evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta « soberbia filosófica » que pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal. En realidad, todo sistema filosófico, aun con respeto siempre de su integridad sin instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del pensar filosófico, en el cual tiene su origen y al cual debe servir de forma coherente.

En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio.


5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen.

Teniendo en cuenta iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo yo también dirigir la mirada hacia esta peculiar actividad de la razón. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Sin duda la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A partir de aquí, una razón llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más y más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende. Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos.

Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas.


6. La Iglesia, convencida de la competencia que le incumbe por ser depositaria de la Revelación de Jesucristo, quiere reafirmar la necesidad de reflexionar sobre la verdad. Por este motivo he decidido dirigirme a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, con los cuales comparto la misión de anunciar «abiertamente la verdad» (2 Co 4, 2), como también a los teólogos y filósofos a los que corresponde el deber de investigar sobre los diversos aspectos de la verdad, y asimismo a las personas que la buscan, para exponer algunas reflexiones sobre la vía que conduce a la verdadera sabiduría, a fin de que quien sienta el amor por ella pueda emprender el camino adecuado para alcanzarla y encontrar en la misma descanso a su fatiga y gozo espiritual.

Me mueve a esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del Concilio Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son «testigos de la verdad divina y católica» [3]. Testimoniar la verdad es, pues, una tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos renunciar a la misma sin descuidar el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de la fe podemos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad.

Hay también otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica Veritatis splendor he llamado la atención sobre «algunas verdades fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren el riesgo de ser deformadas o negadas» [4]. Con la presente Encíclica deseo continuar aquella reflexión centrando la atención sobre el tema de la verdad y de su fundamento en relación con la fe. No se puede negar, en efecto, que este período de rápidos y complejos cambios expone especialmente a las nuevas generaciones, a las cuales pertenece y de las cuales depende el futuro, a la sensación de que se ven privadas de auténticos puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable sobre todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia. Sucede de ese modo que muchos llevan una vida casi hasta el límite de la ruina, sin saber bien lo que les espera. Esto depende también del hecho de que, a veces, quien por vocación estaba llamado a expresar en formas culturales el resultado de la propia especulación, ha desviado la mirada de la verdad, prefiriendo el éxito inmediato en lugar del esfuerzo de la investigación paciente sobre lo que merece ser vivido. La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación originaria. Por eso he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su historia.


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